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OpiniĆ³n

Las guerras napoleónicas y la doctrina Bush

Por Fernando Salas
April 2006
A Bush se lo ha parangonado con Hitler, con Reagan y hasta con un chimpancé. Aquí no vamos a parangonarlo con Napoleón sino que vamos a señalar las similitudes entre las políticas exteriores de ambos gobernantes desde el plano ideológico. El Sr. Bonaparte luchaba por imponer el modelo “revolucionario” francés en el extranjero, y Bush por hacer lo propio con el modelo “democrático” estadounidense. La intención de los dos es la misma: “liberar” a los pueblos para exportarles a golpe de cañón la formula mágica de sus países.

De hecho, esta política exterior es común entre los imperios mesiánicos modernos (como el soviético), pero aquí nos limitaremos a las similitudes entre el modelo “democrático” estadounidense y el “revolucionario” francés, o ¿por qué llamarlos así eufemísticamente?, el modelo neoconservador y el  napoleónico.   

El paquete napoleónico comprendía, en el plano ideológico y en pocas palabras, el mérito y la igualdad ante la ley. Pero el “mérito” del siglo XIX y el sueño americano se pueden hasta confundir: “Trabaja duro y explota tus talentos para obtener tu recompensa acorde” es un lema que abarca el espíritu de estos conceptos. En cuanto a la igualdad ante la ley, basta con leer los documentos publicados por el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano para comprobar que el relajo de los neoconservadores en Medio Oriente pretende ser justificado con el pretexto de imponer lo que quiera decir eso de la igualdad ante la ley en estos tiempos de Guantánamos y exenciones ante la Corte Penal Internacional.

Comprobado, el paquete ideológico napoleónico básico estaría incluido en el neoconservador. Pero el paquete de exportación, o más bien, de imposición, neoconservador no es tanto una mera continuación, sino una ambiciosa extensión del paquete de exportación bonapartista: al mérito y a la igualdad ante la ley napoleónicos, los neoconservadores anexan, y dan más importancia a, la democracia y el libre mercado.

Aquí difieren los dos paquetes. Napoleón sustituía reyes locales por familiares, mientras que la intención de los quijotescos neoconservadores es demoler dictaduras para que florezcan democracias que, de pasada, sean pro-estadounidenses. Además, aunque en el discurso bonapartista figuraba la apertura de mercados, en la práctica, esta “apertura” significó para los territorios ocupados la apertura del comercio con Francia y la clausura del comercio con Inglaterra. La práctica de los estadounidenses no está muy lejos: privilegios dados por los cuasi-conquistadores a Halliburton, a las compañías constructoras norteamericanas y pronto quizá a los compradores norteamericanos de petróleo en Irak. Aunque sí hay una diferencia entre esta apertura selectiva de mercados y la del imperio napoleónico, y es que no ha habido un país competidor que haya sido excluido absolutamente del acceso a los mercados iraquíes.

Los esfuerzos neoconservadores por recalentar otro siglo de liderazgo “bonachón” estadounidense son los esfuerzos por dar continuidad y extensión al modelo imperialista moderno. En fin, en Bush está Napoleón, con su meritocracia y su igualdad, y toda la era victoriana en gritos de libre mercado. ¿Quién iría a pensar que se le debe al unilateral Bush el adjuntar a la democracia esta fórmula imperialista? Aún más paradójico es que este paquete neoconservador no sea visto por los progresistas con los mismos ojos con los que fue visto el paquete napoleónico por los progresistas de su tiempo.

Liberador o monstruo

Yo daría tres razones por las cuales Napoleón fue visto como un liberador mientras que Bush es visto como un monstruo. Primero, los tiempos de Napoleón estaban infestados de románticos Raskolnikovs que creían en la excepcionalidad francesa. Los halcones progresistas de esos tiempos veían como una ganga inflar al imperio napoleónico a cambio de imponer sus ideales por todo el mundo. Ahora nadie quiere imperios benévolos a ningún precio: soberanía, autonomía e independencia ya no se cambian por códigos napoleónicos y excepcionalidades estadounidenses, estalinianas o étnicas.

Asimismo, en los tiempos del Sr. Bonaparte, el universalismo modernista estaba en boga en los círculos liberales. El código napoleónico era un zapato de cenicienta que le debía caber a cada país ocupado, sin importar su grado de desarrollo y bagaje cultural. Ahora la opinión pública es más relativista, más regionalista. Curiosamente, antes eran los conservadores los que decían “no quieras imponer en la Prusia de los junkers meritocracias, a no ser que sea gradualmente y por iniciativa propia.” Ahora fueron los más progresistas las palomas que dijeron “no quieras imponer en Irak democracias por terapia de choque.”

Finalmente, Napoleón sigue siendo un “liberador” porque los ideales por los que luchaba (el mérito y la igualdad de oportunidades) eran, consensualmente, requerimientos básicos para el buen funcionamiento de una sociedad moderna. En cambio, los ideales por los que los neoconservadores luchan no son grandes urgencias para la opinión publica contemporánea. Basta con leer las cifras publicadas por el Latinobarómetro para comprender que la mayoría de los latinoamericanos está dispuesto a sacrificar el régimen democrático si a cambio de eso se pudiera garantizar un rápido crecimiento económico, trueque que, de hecho, se practica en China.

En fin, la cuestión no debería de ser si fue más beneficioso el imperio napoleónico ni si el nuevo siglo americano está siendo un gran inconveniente. En principio, deberíamos tachar el nombre de Napoleón, como bien lo hizo Beethoven, y entregarle a Rumsfeld a la Corte Penal Internacional.

 

 

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