De vagones y banderas
November 2006La última vez que fui en tren a Sevilla desde Barcelona me pasé el trayecto hablando con un hombre que, a pesar de ir en mi mismo vagón, en el asiento de al lado, y de haber nacido en Sevilla como yo, estaba haciendo el trayecto inverso al mío. Hacía casi cincuenta años este mismo hombre había cogido un tren hacia Barcelona desde Sevilla empujado por el hambre y la falta de oportunidades de saciarla. Tras agotar su vida laboral y jubilarse volvió a instalarse en Sevilla, de donde nunca quiso haber salido.
Como él mismo me contaba, fue cuando se jubiló cuando pudo dejar de ser un “xarnego”, término despectivo que se le da por aquí al inmigrante de una región española de habla no catalana. El hombre en cuestión venía de pasar unos días de visita en Barcelona, donde vivía su hijo, algo que me contó con indisimulada turbación. “Las vueltas que da la vida”, resumió resignadamente. Tan juntos como estábamos (cortesía de las estrecheces de los ferroviarios estatales) bien podríamos ser un Jano Bifronte con cuerpo de Odiseo o un Ulises con la bipolar cabeza de Jano.
Las dos caras del viaje homérico encarnadas en el trágico determinismo sufrido por mi compañero de asiento a causa de los caprichos divinos que rigen la riqueza de las regiones y por otra parte, la encarnada por mi voluntaria huída en pos de experiencias y conocimientos. Y es que sigo convencido de que a Ulises no le apetecía volver. Así que mientras él volvía a la tierra de la que nunca quiso irse yo iba de visita a la que hasta hacía breves años había sido la mía, y de la que siempre quise salir.
El 11 de Septiembre del 2003 caía en sábado y yo viajaba de Sevilla a Barcelona en un tren similar, aunque me gusta pensar que era el mismo. Yo no lo sabía, pero se estaba celebrando el Día Nacional de Cataluña, también conocido como Diada. La Diada conmemora la caída de Barcelona en poder de las tropas borbónicas, y no deja de resultarme curioso cómo montan la celebración del nacionalismo local en base a una derrota del mismo. Pero, como ya apunté, yo no sabía nada de esto, así que quedé impresionado cuando al salir de la estación había banderas catalanas por todas partes.
Banderas en los balcones, grupos de gente con banderas, banderas en los comercios, en los autobuses, en los árboles. Pensar que aquello era la cotidianeidad de lo que iba a ser mi nueva patria me aturdió un poco, así que volví la mirada rezando porque aquello fuera una alucinación y me dirigí a una pastelería (lo primero que se cruzó en mi campo de visión) a comprarme un dulce pensando en que podría darme un bajón de azúcar. Pero al acercarme al escaparate vi que tenían un enorme hojaldre con la forma y los colores de la bandera
Aquel hojaldre no era la magdalena de Proust, pero debía parecérsele algo porque inmediatamente recordé otro exilio, aunque mucho más corto, que practiqué un par de años atrás en Dinamarca ―país orgulloso de su violento pasado vikingo y su imponente renta per cápita actual, cuestión que se manifiesta en un uso continuo e indiscriminado de la bandera patria. Todo lo contrario de lo que sentí en ese otro fugaz (menos que el danés pero más que el catalán) exilio que me busqué en Alemania, donde la vergüenza por su atroz pasado reciente les lleva a tratar su bandera con reparos similares con los que se trata a la española tras el fin del régimen franquista. Y digo se trata y no tratamos porque nunca sentí gran cosa por ese pedazo de tela rectangular que identifica una delimitada franja territorial. Un pedazo de tela que bien podría estar doblado sobre un asiento de un vagón de un tren en marcha, sobre un suelo que es un continuo devenir.
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