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El desprecio

February 2007
Dicen que del amor al odio hay un paso. Generalmente hay más de uno, pero cierto es que se trata de un tránsito habitual.

No hace mucho pasé un fin de semana escuchando El desprecio (Le Mèpris) de Godard. No es que tenga por costumbre ponerme de banda sonora casera películas de la nouvelle vague, en realidad ningún tipo de película, generalmente escucho música. Pero esta película tiene una composición métrica similar a una partitura, y suena bien.

Sobre un fondo melódico de palabras francesas (la mayoría), inglesas y alemanas, se suceden dos composiciones de Georges Delerue (una de ellas reutilizada por Scorsese en Casino, recuerden el coche pasando por las gafas de sol de De Niro, mientras trata de prepararse mentalmente para la más que posible muerte que viene con él) que se van espaciando por silencios de longitud similar a las mismas. Y si Delerue se repetía yo activaba en el windows media player la opción repeat y minimizaba la ventana para seguir alimentando mi vicio electrónico mientras las voces de Brigitte Bardot, Michel Piccoli, Jack Palance y Fritz Lang inundaban de dudas y desencuentros el espacio sonoro de mi habitación.

Cuando comenté esta extraña y espontánea conducta con una amiga, ésta me llamó masoquista. Para ser masoquista hay que disfrutar con el sufrimiento propio y sufrir, lo que se dice sufrir, tampoco estaba sufriendo yo. Disfrutar sí Le comenté que lo que hacía era recrearme. No se puede estar todo el día de buen humor, no es sano. Tampoco es honrado, pero eso no me preocupa. Reconozco ser un tipo débil, sensiblemente influenciable, presa fácil de la publicidad, de las ofertas en rótulos de colores chillones, de los testigos de Jehová. Y no lo iba a ser menos con la sugestión que parte del invierno, la lluvia, el frío y la memoria comparada (ya saben, hace un año, exactamente aquí…). Supongo que todo es una cuestión de pereza, quizá de indisciplina. En realidad me da igual.

Del amor al odio

En “El desprecio” Godard utiliza tres pasos para recorrer el camino que separa el amor del odio. Del amor desesperado a la aceptación. De la aceptación a la duda. De la duda al desprecio. La película parte de un texto de Moravia, una especie de novela-ensayo en la que se narra la historia de un matrimonio al tiempo que traza una parábola paralela sobre la relación de él con el arte y de él con el dinero. Con el deseo, en definitiva. Godard juega meta-cinematográficamente (sí se me permite la palabreja) con La Odisea. Se puede reconocer a Ulises-Piccoli (el artista), a Penélope-Bardot (ese quejumbroso objeto del deseo) y a Poseidón-Palance (el engreído rival). Todo enmarcado en la realización de una película sobre la obra de Homero que comienza siendo una obra de “arte y ensayo” planeada por el oráculo encarnado en el viejo Fritz Lang y acaba siendo un musical con chicas desnudas meneando el culo frente al mar por mor de los cambios exigidos por el productor Palance-Poseidón.

Sin duda a Godard, que es todo un sátiro, le gustaba mucho más la segunda versión, pero se odiaba a sí mismo por sentir que estaba situado del lado de los que hubieran hecho la primera, la de arte y ensayo. Todo esto me hace recordar que a cierto buen amigo, intelectual y gran consumidor de best sellers y superproducciones jolibudienses, le dio un ataque de risa el día que dije “soy el único intelectual de izquierdas que reconoce que no ha visto a Godard”. Era una mentira disparatada, pero reconozco que tenía su gracia. El patán de Wilde no hubiera llegado a decir algo parecido.

Si Ulises tardó siete años en llegar a Itaca es porque no tenía ganas de volver. No hay duda de que Odiseo era masoquista. Se entretuvo por el camino conociendo lotófagos, cíclopes, sirenas, dioses menores, lestrigones, capibarios y hechiceras. Me gusta imaginármelo después de todo eso y antes de ver a Penélope descendiendo una escalera y escupiéndole varios “je te méprise”, aferrado a su mástil tras ver como Jack Palance hacía zozobrar su barco con su tripulación al completo, pulsando la opción repeat en el windows media player con una mano y con la otra tratando de que no se le vuele el sombrero.




 

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