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Recuerdos de...

República Dominicana: Historia de una piedra

March 2007
Kilmer cuenta una historia personal y una historia objetiva de una piedra rara que viene de la República Dominicana.

Estábamos en busca de las olas grandes que se formaban como una pirueta—olas ideales para surfear. En lo que me fijaba yo, sin embargo, no eran las olas, sino en los niños y las mujeres que andaban por la playa con baldes buscando piedras. A unos pasos del mar quedaban sus casas pequeñas y pintadas al estilo de Gauguin en sus cuadros de Tahití. Las casas quedaban junto con las gallinas, los perros y los cerdos de la gente recolectora de piedras. En la playa se veían unas piedras apiladas en montones. La mayoría de las piedras eran blancas y grandes, y a pesar de acabar de venir del Mar Caribe, parecían secas. Las piedras que buscaba la gente de la playa no eran blancas ni grandes sino pequeñas, azules y deslumbrantes. Se llamaban Larimar. En el primer descubrimiento certificado de la piedra en 1974, el hombre que la encontró la nombró en honor de su hija Larissa y el mar. La gente de la playa buscaba Larimar para vender, pero los niños me regalaron unas y ahora se quedan en mi ventana como chispas de color contra el vacío del invierno.  

Antes de irme de la República Dominicana no sabía que acá en los Estados Unidos se venden joyas de Larimar—los pendientes cuestan $42, lo cual sería unos $1.386 pesos dominicanos. Tampoco sabía cómo se llamaba la piedra en mi ventana, ni que la Larimar sólo se encuentra en la República Dominicana en la provincia de Barahona, donde estaba yo en busca de olas. Aunque la Larimar se encuentre en la playa, no viene del mar sino de las montañas bahorucas. Son piedras volcánicas, resultados de los murmullos de la tierra aunque parezca que consiguieron su color celeste del Caribe mismo. Sorprendentemente Larimar no se descubrió en 1974 donde nacen en las montañas. Por erosión, las piedras terminan en el río Bahoruco, que las derrama hacia el mar y resulta que la marea las lleva a la playa donde los habitantes las encuentran y las venden para ganarse la vida. Mientras nosotros queríamos extraer una breve diversión del mar y la forma de sus olas, los habitantes de la playa extraen una vida de la misma fuente. Pescan en el mar, comen coco y almendras que crecen por la playa, viven por la playa y se divierten por la playa. Ofrece todo. A mí me ofreció un día extraordinario: tomé leche de coco directamente del coco que alguien cortó con un machete, comí almendras directamente de la cáscara que alguien había aplastado con una piedra grandota. Así como todo esto era nuevo para mí, mi cámara fue algo nuevo para los niños. Resultó que aprovechaban cualquier oportunidad para posar—con los mariscos que iban a ser su cena, haciendo acrobacia, sonriendo de oreja a oreja. En fin, me regalaron unas piedritas celestiales que parecían gotas del cielo. Todavía estaban mojadas cuando me las dieron y agarraron rayos del sol, pero ya están secas. Cuando las veo, pienso en aquel día bajo el sol y resulta que más que piedras son portales a mis recuerdos de República Dominicana.

Supongo que las piedras viajan más lejos que el Valle del Hudson, hasta las muñecas, las orejas, los dedos y el cuello de un norteamericano, quien quizá no sepa que llevar una joya de Larimar los conecta a un niño que encontró esta piedra celestial del mar bajo un cielo del mismo color.



 

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