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Mi biografía lectora

Por Valeria Sorín
September 2012
Hace poco caminaba tranquila por la calle mirando los escaparates de los negocios, pensando en la ropa para lavar, problemas del trabajo y los ejercicios necesarios para bajar la panza… o sea, algo de lo más normal. Hasta que vi reflejada en el frente de un negocio la imagen de mi madre. ¿Mamá? Era yo.

Hay que decir que puestas juntas mi bisabuela, mi abuela, su hermana, mi madre, mi tía, mi prima Taiel y yo… estamos cortadas por la misma tijera genética. Por ahora mi hija se parece más al padre, pero creo que le será bien difícil escapar de la preponderancia de los genes de la línea materna.

Dice mi madre: “Yo estaba preocupada porque sólo leías historietas así que cuando fuimos a la playa en 1983, te leí Borges”. Luego de varios años de que yo viviera con mis abuelos, esas vacaciones volví a vivir con mi mamá. Y según ella ese fue un momento inaugural en mi vida como lectora.

Este recuerdo les resulta tan ajeno a ustedes como a mí.

Mi vida como lectora comienza con mi madre, escribiendo entre ambas las aventuras de un gato que viajaba. Yo tendría 2 o 3 años. Recortábamos figuritas de gatos y las pegamos en las hojas simulando un libro.  

Sigue con el mismo cuento que mi abuela Carmen me leía todas las noches en su casa, una simpática historia del bichito de luz sin luz. Y Mafalda (compartida con mi tía Liliana), y Asterix (punto de encuentro con mi abuelo Horacio), y Paturuzú, las aventuras del indio Tehuelche que acompañaban mis vacaciones.

Mientras mi mamá creía que yo solo leía historietas, leí dos libros a ocultas de los adultos: El libro de los chicos enamorados y No somos irrompibles, ambos de Elsa Borneman. ¿Por qué a escondidas? Me los había prestado una amiga, como un secreto valioso que se pasaba de mano en mano. Era algo nuestro, en un momento en que los adultos tomaban todas las decisiones.

Mi papá me regaló un libro inolvidable: Mi planta de naranja lima. La dedicatoria decía: Leer es como subir una montaña, una vez que se llega a la cima se pueden ver cosas que no se distinguían en el valle.

Muchas lecturas más tarde, llegué al rostro de mi madre en el escaparate. Pasé diez días intentando superar el hecho de que había llegado a tener su cara. Nuevamente sin que nadie me viera me tomé fotos desde varios ángulos. Una tras otra revelaban sus rasgos. Hasta que apareció mi sonrisa. Tengo una sonrisa particular, mía, propia. Allí donde la gente pasa a la risa, yo todavía tengo una sonrisa. Y dos versiones: una cerrada y otra con dientes.

La lectura nos abre un espacio íntimo que puede ser a la vez impenetrable y cómplice. Nos permite socializar por gustos, revelar lo que queremos y ocultar lo que necesitamos. Sostiene Michele Petit, una de las autoridades de este campo, que la lectura ayuda a construir la subjetividad. En sus investigaciones en los suburbios de París ha registrado el rol que ha tenido para algunos inmigrantes el acercamiento a la biblioteca pública.

Para cerrar solo me resta decir que hoy amo por igual a Borges y a Mafalda.




Revista La Voz
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