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La choza de la Sra. Dorín y la Abuelita Dorotea.
La choza de la Sra. Dorín y la Abuelita Dorotea.

Recuerdos de...

Una aventura por las punas de Perú

Por Kate Grim-Feinberg
June 2012
El año pasado viví doce meses en el pueblo de Aucará en el sur de Ayacucho, Perú. Una de las semanas más memorables fue cuando viajé a las altas punas, la zona alto andina, para compartir con una familia aucarina que estaba pasando el verano en su tierra natal. Aquí, la primera parte de mi aventura. 

Viernes 14 de enero

El bus entre Aucará y Galeras estaba repleto. En cada parada los pasajeros nos movíamos como rompecabezas para que salieran algunos y entraran otros. Como me bajaba en camino, tuve que ir de pie y empaquetada como sardina por ocho horas.

Después de un largo rato logré acercarme al chofer y pedirle que me avise para bajar en la Repartición de Galeras, tal como me había dicho Dorín. Me bajé solita con la mochila y miré a mi alrededor. Estaba en medio de la carretera y la luz del día rápidamente se iba. Había un pequeño negocio y unas chicas paradas en la puerta. Les pregunté por la Sra. Ruth y me indicaron hacia adentro.

“Sra. Ruth”, le dije a la señora que estaba despachando, “buenas tardes. Su sobrina, la Sra. Dorín me ha mandado a hablar con usted. Me ha dicho que usted me puede ayudar a tomar carro a Turpo”. Me miró sospechosa y preguntó, “¿De qué familia eres? ¿Cómo se llama tu papá?”

Pasaron las horas y me dijo que ya se iba a dormir. Me indicó un rincón con pellejos y frazadas y me dijo que prendiera mi foco. Apagó la luz y se fue, diciéndome que le avise cuando llegaba el bus.

A los pocos minutos, cuando ya me iba a quedar dormida, sentí luces afuera y dije, “¡Sra. Ruth! Ya llegó, creo”. Ella salió para explicarle al ayudante dónde me tenían que dejar. Le di las gracias y subí.

Cuando el conductor me dijo que bajara miré mi reloj y era más de la una de la mañana. ¿Me estaría esperando todavía la Sra. Dorín con sus dos hijitas? Miré hacia afuera y no veía nada; había una oscuridad total. “¿Aquí está la iglesia?” le pregunté, pensando en lo que me había dicho la Sra. Ruth. “Sí”, me aseguró. Me bajé y el bus me dejó en el silencio de la noche en una tierra desconocida a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar.

Prendí mi foco y me acerqué a lo que tenía que ser la iglesia evangélica; estaba cerrada con candado. Vi una lucecita de otro foco y la sombra de un señor que se había levantado para orinar. “Señor,” le dije, “¿Usted conoce a la Sra. Dorín? ¿O la abuelita Dorotea? ¿Al Sr. Mario?” “No”, me dijo. “No los conozco”.

Caminé a la entrada de una de las chozas y dije, “¿Aló?”

Me respondió una voz en quechua: “¿Pim?” [¿Quién?]

“¿Riqsinkichu Durinta Durutiata? ¿Maypitaq yachanku?” [¿Usted conoce a Dorín o Dorotea? ¿Dónde viven?]

Me respondió en quechua y no le entendí.

Le dije, “¿Karachu?” [¿Es lejos?]

“Dos pasos”.

“¿Aquí no más?”

“Sí”.

A dos pasos. ¿Qué significaba esto? ¿Era la choza de al lado o una caminata breve de 15 minutos? Dorín me había dicho que vivía a 15 minutos caminando desde la carretera.

Me acerqué a la choza de al lado y dije, “¿Aló?” pero no había respuesta. Contemplé la opción de seguir tropezando por todo el campamento en la oscuridad hasta encontrar a alguien que me llevara adonde Dorín, pero seguramente a esta hora nadie se iba a levantar. Volví adonde había visto el primer señor y ahora había otro orinando. “¿Señor?” le dije, “¿Puedo dormir con ustedes?”

Con un castellano perfecto me dijo que sí y me llevó a una choza larga y rectangular, con el piso lleno de gente durmiendo. Susurró a las personas que estaban despiertas, “Hermanos, la señorita va a dormir aquí. Hay que hacerle un campito”. Eran los evangélicos. “Tengo mi cama aquí”, le dije, indicándole el saco de dormir que había traído. Me dio un pellejo y una frazada de lana y me indicó un espacio al lado de la puerta. Me eché con toda la ropa puesta, abrigándome contra el frío, y rápidamente me quedé dormida.
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