“Mi niña”

Por Jeisleen Peña
February 2012
Marcelino Taveras, mi tatarabuelo, nació en el año 1892 en el municipio de Esperanza, en la República Dominicana. A él, como a muchos pequeños en la cultura dominicana, nunca lo llamaron por su propio nombre. Marcelino fue apodado Miringo al nacer.

Aunque no hay una historia exacta sobre el origen de su apodo nadie nunca se molestó en preguntar su verdadero nombre así que se pegó el apodo. Miringo se casó en su juventud con Violetta Campanel y concibió siete hijos. Uno de esos siete fue mi bisabuela, Altagracia Peña. Antes de cumplir cuarenta años, Miringo sufrió discapacidad visual. No había una cura ni la tecnología para intentar arreglar la vista así que se quedó ciego. A pesar de su ceguera, vivió noventa y seis años y murió en 1988.

Hay un dicho que afirma que el hogar de una persona trae la comodidad que ninguna otra casa puede. Para mí es cierto. Estaba meciéndome lentamente en la mecedora de mi bisabuela, la silla de su padre, y sentí el viento dando vueltas alrededor de mi silla. Me levanté y fui a mirar las nubes oscuras. No quería que lloviera en mi primer día de regreso a la República Dominicana. Cuando comenzó a llover, rápidamente di la vuelta y mi cara se puso completamente pálida. Vi una cara arrugada, con un cuerpo cansado sentado en la mecedora donde hacía unos momentos había estado yo. Era un hombre viejo, pero caprichoso. La sonrisa de felicidad me parecía familiar. Después de pensar intensamente, abrí los ojos anchamente como nunca antes.

“¡Miringo! ¡Abuelo! ¡Papá! ¡Dime todo de tu vida!” y caminé lentamente hacia él.

“¿Quién eres tú, jovencita?” Miringo trató de tocar mi abdomen.

“¡Abuelo! ¿Cómo puedes tocarme de esa forma?” Tratando de ignorar lo ocurrido.

“Tú sí eres delicada, niña”, murmuró Miringo con las manos levantadas al cielo.

Le respondí, “Soy Jeisleen, nieta de la nieta tuya, Griselda Peña”.

“Ése es un nombre raro. Bueno, siempre toqué a la gente que se me acercaba. Aprendí a ver sin ojos. Aunque tocaba a las personas que se me acercaban, siempre tuve una idea de quién estaba al lado mío”.

“Nunca he oído algo tan fuerte y genuino como lo que dijiste”.

“Hay muchas cosas que tú no has oído o que nunca vas a saber de la familia Taveras”.

“¿En serio? ¡Dime! Quiero saber de las cosas que Mamá Gracita nunca murmuró”. Siempre quise conocer los secretos más profundos de mis antepasados.

“Bueno mi niña, hay ciertas cosas que no te puedo explicar. Pero te voy a decir esto: mi familia tenía un libro de hechizos”. Sus ojos se abrieron de una forma cínica.

“¿Cómo así? ¿Tengo antepasados brujas?”

“No brujas, sólo era un libro que permitía producir cosas mágicas. Mi padre y mi madre podían cambiarse en animales distintos”.

“No entiendo y no lo creo”. Sabía que tenía que ser falso e imposible.

“Cree lo que tu desees mi niña. Si no confías en mi, pregúntale a tu padre, Alfredo”.

“¿Cómo sabes que soy hija de Alfredo?”

“Lo sé todo, mi niña”. Estaba aterrada. Sin embargo, seguí la conversación, no podía detenerme.

“Ahora, otra pregunta. ¿Cómo apoyabas a tu esposa, mi tatarabuela, tus hijos y tus nietos, sin el sentido de la visión?”

“Conocí a Violetta en mi niñez y crecimos juntos. Mis hijos me cuidaban mucho y algunas veces pensaba que ellos me criaron a mí, en vez de yo a ellos. Últimamente, siempre estaba con mis nietos y traté de mostrarles mis tradiciones, mi cultura y un buen corazón pa’ que le enseñen a sus hijos y después los hijos de los hijos. Hay mucha gente mala en este mundo, mi niña. Tiene que cuidarse y mantener una vida feliz”, murmuró Miringo con una sonrisa.

“Gracias abuelo. Esta es la primera vez que te veo, pero honestamente, te quiero mucho”.

“Y yo a ti, mi niña.”

Cayó un rayo y con el próximo viento que vino, Miringo se había ido. Corrí hacia el porche

y vi que las nubes oscuras en el cielo habían desaparecido. Caminé de vuelta a la terraza con una sonrisa incondicional. Me di cuenta de por qué me había sentido como si estuviera en casa.

Dondequiera que están las personas que me aman, siempre estoy segura y cómoda. Aprendí que a pesar de perder la vista, Miringo nunca dejó de ser divertido, generoso, de buen corazón y siempre apoyó a su familia. Es por eso que tengo el honor de llamarlo mi tatarabuelo.



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