Opinion
Recesión y frío
Por Arturo Delgado
December 2010Escribo sin tener plena confianza en que podré terminar este artículo. Mis dedos se están congelando.
No se están “frizando” como diría algún buen amigo del Viejo San Juan, pero se están congelando. Ya están doblados y tiesos a tal punto que se asemejan a dos diminutos rastrillos (como esos que usamos para recoger las hojas en esta temporada) rascando y escarbando frenéticamente entre las letras del teclado en busca de unas semillitas de calor. ¡Qué frío del demonio hace aquí!
- ¿Aquí en Nueva York, don Arturo?
- No. Aquí en mi casa, amigo; y es que con esto de la recesión que no atenúa, a mi esposa le ha entrado un ataque de “ahorritis” aguda fenomenal y se niega a encender la calefacción “hasta que sea absolutamente necesario”, según sus palabras textuales.
“No hay que comer carne hasta que sea absolutamente necesario”, me dijo hace dos meses. Pues, para un cuerpito como el mío, que es delgado de apellido y de a veras, yo creo que ya es estricta y desenfrenadamente necesario, porque ya van cuatro noches que sueño con nuestro perrito chihuahua. Mi sueño es el mismo: primero me veo acercándome amistosamente hacia el canino con una galletita para perros en la mano y logrando que me siga hasta la terraza, luego me veo frente a la parrilla cocinando unos trozos de carne pequeños pero que hacen agua la boca y, finalmente, me veo comiendo la carne, no veo al chihuahua por ninguna parte y observo con cierta inquietud e incertidumbre que la galletita está en el suelo y no presenta mordisco alguno.
Caminando a ciegas
El mes pasado sentenció: “No vamos a encender ninguna luz a menos que sea absolutamente necesario.” Ahora en las noches caminamos prácticamente a ciegas. Me siento como el minero chileno número 34 que han olvidado en las penumbras, y lo único que llevo encendido es el coraje, pues ya me he golpeado seis veces ambas canillas con las sillas del comedor y dos veces la cabeza con la puerta del repostero en la cocina. Es absoluta e indubitablemente necesario prender alguna luz, comprar velas o que alguien me ayude a aprender de memoria dónde diablos están exactamente las sillas del comedor de mi casa cuando intento pasar de la sala a la cocina con los brazos extendidos, caminando como Frankenstein y dándome en la espinilla en cada intento.
Dos meses sin probar carne (excepto en mis sueños), un mes caminando a tientas y hace una semana la brillante nueva idea de no usar la calefacción, porque “45 grados Fahrenheit es todavía tolerable”. Mis dedos se han encorvado al máximo ante esta súbita osteoporosis inducida por congelamiento y mi cuerpo débil, también encorvado, me implora tiritando que escapemos de este iglú cuanto antes, pero tengo miedo de abandonar el sótano, tener que subir las escaleras a oscuras, pasar por el comedor donde me esperan, agazapadas, las sillas de fierro que han amoratado mis canillas, y cruzar la sala, que es ahora el área más peligrosa y aterradora, porque es de donde se descuelgan las estalactitas más puntiagudas que hay en toda la casa.
Mejor me quedo aquí abajo hasta que muera la batería de la “laptop” o hasta que las falanges y los metacarpos no den más y dejen este artículo inconcluso.
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