Cuento
Leyenda del Piano
Por Braden Marks
May 2006 Aquella era otra tierra. Los abuelos jóvenes eran los únicos seres humanos. También había jaguares, serpientes y arañas: todos con máscara de ser humano.El abuelo, un jovencito entonces, vino de la selva al norte. Salió del lugar de su nacimiento, de la seguridad de los árboles de concreto y vidrio. Voló sentado en las alas de un pájaro enorme y ruidoso. Al principio, pensaba volar hacia el este en vez de ir al sur. Todo el mundo estaba peleando en el este, jaguares contra arañas, serpientes contra jaguares, arañas contra arañas. Pero el joven (que ya está viejo) tuvo ocasión de ayudar a los aliados sin pelear—se fue a buscar petróleo. Cuando llegó al centro del mundo encontró otra selva, pero esta selva era de color verde. No pensaba soportar el calor y tuvo que cambiar su piel blanda y blanca por una cáscara roja como de langosta. Por fin llegó al puerto de Guayaquil una tarde húmeda de abril de 1941.
La abuela, una jovencita entonces, vino del mar al sur. Ella ya tenía la piel de oliva para protegerse del sol brillante del ecuador. Había vivido toda la vida encerrada en la casa con sus padres. Nunca tuvo ocasión de ver la selva aunque estaba tan cerca. Le gustaba mirar las olas ir y venir. Tocaba el piano desde su niñez. Un día regresó de la escuela y cuando entró en la casa fue la primera de su familia en ver a su padre—una serpiente—recientemente muerto, colgando sobre la mesa de la cocina. Lloró hasta que se secaron sus ojos y entonces empezó a tocar su piano. Tocaba y tocaba, su pena cayendo de sus dedos sobre las teclas blancas y negras. Todo el mundo oía sus sollozos melódicos y le pidieron que tocara en público.
El hombre que hoy en día se llama ‘Abuelo’ fue un día a una fiesta de unos amigos que había acabado de conocer. Entró en un salón lleno de gente de la clase media alta de la ciudad. Mujeres vestidas en telas elegantes, con collares resplandecientes y hombres que fumaban cigarros y se reían en voces muy altas. De repente todo el salón quedó vacío y no hubo ningún ruido, menos la música suave de un piano en la distancia.
Así se conocieron. Él, del norte, y ella, del sur.
Pasaron la mayoría de sus vidas atravesando selvas distintas: tres hijos, otras guerras, el nacimiento de un mundo nuevo.
Vinieron de aquella tierra a la nuestra. Vinieron desde la Guayaquil en que se enamoraron hasta la Guayaquil de la que tuvieron que huir cuando hubo un golpe militar. El abuelo (ya no tan joven) encontró la ciudad de su nacimiento algo diferente de la que había dejado hacía tantos años. La ciudad de los ángeles todavía los tenía, pero menos que antes.
Un día los abuelos (ya abuelos) celebraron sus cincuenta años de matrimonio con sus nietos. Recibieron un libro de cincuenta fotos. Cincuenta fotos de cincuenta años. Cincuenta memorias.
A los cincuenta y cinco años tuvieron que trasladarse a otra selva: la última selva. Tiene ocho pisos (sólo uno para morir). Ya no tienen que cocinar y pasan el día contando su historia y escuchando las historias de otros jóvenes (ya abuelos). La abuela, aunque es madre de cada padre de cada niño, ya no se puede acordar de las caras de sus hijos y nietos. Incluso a veces es difícil saber quién es aquel hombre viejo que duerme a su lado, su cara llena de huellas del mundo antiguo. El abuelo tiene paciencia con la abuela; aún puede ver algo de reconocimiento en el fondo de sus ojos azules, aunque no lo admita.
No tienen mucho en su departamento. Unas plantas, fotos, pinturas de la cordillera de los Andes y un piano negro que ocupa casi la mitad del salón.
La abuela toca cada tarde y el abuelo se sienta en su silla. Le gusta ver sus dedos, que se acuerdan de cada tecla que tiene que tocar para recrear la música tan familiar. También le gusta ver la manera en que su anillo de matrimonio refleja la luz del sol que entra por la ventana.
A veces están los nietos. Les gusta ver la manera en que su abuelo ve a su esposa jovencita, totalmente enamorado de ella, con los ojos medio húmedos. También les gusta escuchar la música que toca la abuela para el joven guapo—la única persona presente—que le admira desde su silla.
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