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La recièn bajada

Crónica de una bancarrota anunciada

August 2007
Dos días de fiebre alta. Llamo a un amigo médico que vive en los Ángeles, me dice que espere, que puede ser una gripe. Al día siguiente el dolor de cuerpo y la sensación de malestar total me llevan a tomar la gran decisión: tengo que ir a un hospital.

Era sábado y el más cercano era el hospital de Rhinebeck. Llegué, me tomaron mis datos, me hicieron una pequeña entrevista acerca de mi historial médico y pasé a emergencias. Los nervios de la enfermedad sumados a lo que sabía me iba a costar eso estaban acabando conmigo. Me sacaron análisis, rayos X y más análisis. Después de 6 horas recostada en una camilla, viene el médico a decir que tengo una grave infección, me administran una batería de antibióticos y me dicen que tengo que ser admitida de inmediato. Mi esposo le dijo al médico que gestione mi traslado a otro centro hospitalario más económico y este último le respondió que no lo podía hacer porque mi vida corría peligro. Mi esposo le explicó al médico que carecíamos del dinero para sustentar tal gasto y éste insistió que no me dejarían ir, que era su responsabilidad velar por mi vida.

 

Al entrar al hospital nos tomaron los datos, pero nuca me pidieron ningún documento que avalara mi palabra o identidad. No nos preguntaron por nuestra situación legal en los Estados Unidos ni dieron parte de nuestra presencia a ninguna otra institución. Quedé internada en el hospital 8 días. Durante ese tiempo fui atendida por el staff médico como cualquier otro paciente asegurado. Los médicos no dudaron en hacerme todas las pruebas necesarias para descartar cualquier complicación y las enfermeras fueron muy dulces y comprensivas con mi inglés incipiente. Cada una de las enfermeras y asistentes que estuvo a mi cargo se comprometió con mi caso y con cualquier cosa que no estuviera relacionada directamente con él. Al llegar dije que era fumadora y me proporcionaron parches de nicotina para que no tuviera ansiedad.

 

Estar internada en un hospital es algo desagradable para cualquiera. Sobre todo si estás en otro país, no hablas bien el idioma y te dicen que estás en peligro de muerte. Mi angustia se acrecentaba al imaginar cada día cuánto saldría la cuenta del hospital. Al tercer día mi cuenta ya rondaba los quince mil dólares y aún me faltaban más pruebas complicadas. Todos los doctores nos trataron de tranquilizar y nos explicaron que vendría un asistente social y que buscarían la forma de hacer un plan de pago a largo plazo pero que mi salud era lo primero.

 

Por esos avatares del destino resultó que sí estaba asegurada, e inmediatamente pusimos en marcha el seguro, proceso que aún está en gestión. Escuché alguna vez decir que estar legalmente en los Estados Unidos sin seguro médico es un suicidio económico. Y es cierto, siempre queda la posibilidad de declararse en bancarrota, pero eso anularía las posibilidades crediticias para el futuro.



Queda claro que si uno está en peligro de muerte en los Estados Unidos ningún hospital dejará de atendernos y tratarnos con todo el respeto que uno se merece. Sin embargo sigo preguntándome como este país no tiene medicina pública. En mi país, Perú, uno de los más pobres de Sud América las personas tenemos la opción de ir a una clínica privada o a un hospital público. Una radiografía en un hospital público cuesta en Perú tres dólares, así uno no esté asegurado. En este país cuesta trescientos.

 

En pleno debate sobre el retiro de las tropas de Irak, con cientos de jóvenes heridos y discapacitados para toda la vida por combatir en esta guerra absurda en la que se gastan millones diariamente, me pregunto cómo los ciudadanos de este país no se levantan en una protesta concreta acerca del tema de la salud pública. Este asunto es de primera necesidad y afecta a todos por igual. Esperemos que el próximo presidente/a tenga en cuenta este tema y lo ponga a la altura de la educación pública.


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