Sueño americano
Choque cultural
De cuán exótico puede ser este país para un peruano
Por Arthur Holland
November 2009Como uno recién metido en lo que se podría llamar “la experiencia Americana”, hace nada más que dos meses, no puedo ofrecer ni contemplar ninguna conclusión objetiva sobre lo que define a esta cultura como algo absolutamente único en este mundo. Pero sí ofrezco algunas observaciones y reflexiones que mis primeros días en los Estados Unidos me han provocado grabar en estas páginas.
Para empezar, un poquito de historia personal: nací en la ciudad de Cusco, Perú, en 1989. Mis padres son británicos, pero se mudaron a Perú en 1979 y por lo tanto cuentan con más años allí que en su tierra natal. Aunque no parezco una pizca de peruano, y los vendedores de las calles de Cusco aún se me acercan con sus pocas palabras de inglés (my friend, buy this postcard), me considero absolutamente peruano, sino de sangre entonces de corazón, memoria y vida. Al acabar el colegio en España, se me presentó la opción de estudiar aquí con una beca generosa, y con eso llené una maleta con poco más que mi ropa, algunos zapatos, y mi cepillo. Y me despedí de mi tierra, mi sierra, mi costa y mi selva.
Aunque ya había visitado la ciudad de Nueva York durante nueve días en febrero, nada me podría haber preparado bien para el caso de fuerte “choque cultural” que me pegó al salir de la rica diversidad e internacionalidad de la gran ciudad y encontrarme cara a cara con la autentica alma de este país. Con cada paso, fui comparando lo que veía con la memoria de Perú.
“Con toda honestidad, confieso que aun me dan miedo los enormes Fords, Chevys, y Hummers que rugen como las avalanchas de los Apus de los Andes que vivían en los cuentos de mi juventud”.
La inmensidad de las autopistas fue lo primero que me impresionó. La más grande del Perú se llama El Sanjón, y conecta los barrios de la costa con el centro de Lima. Tres carriles de movimiento caótico, que siempre provoca una fuerte inyección de adrenalina. En cambio, aquí, encontré el doble de carriles, la mitad de tráfico, y nada del caos. De hecho, los pocos autos que sí encontré en los grandes planos de asfalto ocupaban por lo menos cuatro veces el espacio de los que me había acostumbrado. Con toda honestidad, confieso que aun me dan miedo los enormes Fords, Chevys, y Hummers que rugen como las avalanchas de los Apus de los Andes que vivían en los cuentos de mi juventud.
Comida rápida en más de un sentido
Otro punto de gran interés es la comida de América. Cada día doy las gracias por el tamaño del desayuno que se me ofrece, que siempre provoca la memoria de los grandes desayunos de los días tan frígidos –un caldo de gallina que me llenaba la barriga con calor y comodidad, que me proporcionaba una gran confianza para enfrentar los desafíos del día. Ahora mi caldo se ha sustituido por tocino con un “bagel” de sésamo, unos huevos revueltos, y si tengo suerte y tiempo, un pomelo o un gofre fresco. No me quejo.
Pero al sentarme a la mesa, muchas veces me desespero con la velocidad que mis amigos comen, como si fuera cada comida simplemente un proceso, en vez de una ceremonia como siempre pensaba. Y en estos momentos recuerdo aquellos almuerzos largos de celebraciones como un bautizo o la fiesta de Corpus Cristi; la pachamanca o el asado, las conversaciones sobre la política o de repente algunos chismes, pero siempre tomando nuestro tiempo, dejando que nuestras preocupaciones y obligaciones esperen en la puerta hasta que hayamos probado un cañazo o pisco para matar el chancho, y dado las gracias por nuestra panza satisfecha.
“Otras sorpresas interesantes: no me dejan beber porque no tengo 21 años. Pero si quiero, puedo conducir, comprar una pistola y casarme. Y cuando quiero cruzar la calle, los autos me dejan pasar, y no tengo que depender de mi agilidad para esquivar el tráfico como uno suele hacer en Perú”.
No pretendo ocultar que sí he probado algunas comidas “típicas” que no me han gustado. Un Oreo frito que casi me dio un infarto, algunos hot-dogs que no me ofrecieron ninguna semblanza de la carne de la cual supuestamente derivaban, y un “milkshake” que, aunque delicioso, fue tan grande que no tuve otra opción que tomar una larga siesta para recuperarme del esfuerzo de haberlo tomarlo todo. Eso sí, no hay momento que no extrañe un buen cuy asado con rocoto relleno y unas papas sancochadas. Desgraciadamente, aquí no se comen los cuys, y hay los que me aseguran que si lo intento me caerá una crítica y deshonra tan fuerte que en realidad no merece la pena.
Otras sorpresas interesantes: no me dejan beber porque no tengo 21 años. Pero si quiero, puedo conducir, comprar una pistola y casarme. Y cuando quiero cruzar la calle, los autos me dejan pasar, y no tengo que depender de mi agilidad para esquivar el tráfico como uno suele hacer en Perú.
Toda mi vida observaba a los turistas estadounidenses que venían a Perú y vivían ese fuerte choque cultural, y siempre me hacía mucha gracia la expresión de sus rostros al presenciar, por ejemplo, la consumición de un rico cuy. Ahora entiendo la confusión y las sorpresas que vivieron. Nadie dice que los Estados Unidos sea un país exótico, pero para mí, es exactamente eso. Ahora entiendo que toda cultura es extraña, si la comparas con la que te ha definido la memoria. América es muy rara para un peruano. A ver si me acostumbro.
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