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Mi panza

Mi panza - Por Sofía Bonnet

August 2022
Mi panza es amplia. Se nota que tengo una no importa qué ropa me ponga. Guanga. Apretada. Blusa. Vestido. Pantalón. Mi panza sale en la foto no importa el ángulo ni los trucos que invento. Es necia, y se adelanta a todo como diciendo “que se note que existo; a mí nadie me ningunea”.
Mi panza no es tímida. Tiene voluntad propia y se niega a desaparecer. Por décadas he tratado de convencerla que sería mejor que despareciera. Pero aquí está.

Mi panza tiene mucho que contar. Su existencia data desde que yo era una niña. No es que yo era espiritifláutica y un día me salió una panza. Mi panza y yo hemos sido una entidad ensamblada desde chiquilla.  

Mi panza a veces se aplanaba. Tomé pastillas que aceleraban mi metabolismo cuando era adolescente. Las pastillas me hacían sudar y me quitaban el hambre. Y mi panza tuvo un breve espacio en el que no estuvo.

También he masajeado a mi panza. La he envuelto en vendas. La he puesto en cintas que vibran quesque para disolver la grasa. Ha sentido la frialdad de tiras de algas marinas. Cremas de mandarina para reafirmar. Y lo único que reafirmó la crema es que no servía para nada.

Mi panza no ha estado sola. Mi panza viene de un linaje de panzas, siglos de amplios testamentos que por generaciones esta voluminosa realidad ha plasmado en la historia. Mi abuelo materno, hombre blanco y gordo, mi mira desde fotos sepia, con ojos semi-claros.  

Aparte de ser inteligente, con tendencias a mandar y a la perspicacia, mi mamá fue gorda como su papá. Blanca como su papá. Amplia en todo sentido. Su presencia y su poder se expandía a la vida de otros con la misma entereza con la que los europeos colonizaron América. Mi mamá contaba que de chica pasó hambre. “A veces no teníamos qué comer”. Esa era una frase utilizada en momentos cúspides de una discusión, como la espada mayor a la que nadie podía derrotar. Ese argumento era jaque mate. 

Hay otras panzas de esa parte de mi familia que también son descendientes de abuelo. Mi panza, luego entonces, tiene abolengo. Viene de generaciones de panzas con historias entrelazadas. Mi panza no es invento mío, y yo la cargo muy orgullosa, porque sé que no se hizo sola.

A mi panza la han tratado de humillar tantas veces. No nació en el mejor siglo, esta panza mía. Si hubiera nacido cuando las panzas eran símbolo de salud, otra cosa sería. Si hubiera nacido en las épocas de Rembrandt, hasta modelo hubiera sido yo. Botero me hubiera puesto en un pedestal, con mi redondez pulida hasta brillar. Pero para mi maldita suerte, nací en un siglo donde la belleza, igual que las armas, la educación y la medicina, es un negocio. Se venden productos para ser flacas. Se venden imágenes de flacas. Se venden abdómenes planos y se adoran con el mismo fervor que los que van los domingos a ver a la Virgen a la Basílica de Guadalupe.

Obsesionadas en parecernos a la clásica mujer griega, de chica veíamos concursos donde las mujeres pasaban literalmente por una pasarela en traje de baño y Raúl Velasco leía las medidas: Señorita Nayarit 91-61-90, Señorita Jalisco 88-57-91, Señorita Chiapas 92-59-88… el rango de error era de 3 centímetros más o menos del idílico 90-60-90. Fuera de ahí, perdían. El público aplaudía, tanto hombres como mujeres. Los comerciales eran de mujeres sonrientes, flacas, tremendos ojazos y labios rojos. Y yo lo único que tenía de parecido a esas mujeres era la sonrisa. Y si hubieran querido ponerme una banda que decía Estado de México, hubieran tenido que pedir una extensión. 

Así creció mi panza humillada por la tele, por los hombres, por las maestras, por los que hacían ropa que no me venía, por pelados que me gritaban en la calle a todo volumen “¿Qué pasó mi gordis? ¿Cuándo me la chupas?”.

Si bien mi panza es resultado de factores físicos y sociales, la verdad mi panza se la ha pasado de perlas. Lleva adentro una capacidad inmensa de retener todo lo que me ha hecho feliz. Mi panza ha albergado todos los sopes que me he comido en mi vida, en bocanadas orgásmicas que las repito cada vez que puedo. Mi panza ha visto pasar por ella cuanto mole, enchiladas, paletas de mamey, licuados de papaya, tacos al pastor, pastel de tres leches, helados de ciruela pasa, flautas, arroz con leche y flanes me he comido en mi vida. Mi panza se ha sentado en un banquito que amenaza con desmoronarse en una esquina, esperando tres con todo, en la madrugada, servidos con un taquero que nunca se le da eso de estudiar. Mi panza se ha sentado en restaurantes elegantes y caros, con servilletas de lino y meseros que fueron al parecer educados en Versalles. Cero discriminación.

Mi panza ha sido torturada. Fajas. Brasieres de varilla. Medias apretujadas que amenazan por abrirse. Resortes que se hunden como navajas. Estas formas de extorsión han sido múltiples, sufridas por décadas y al final, totalmente inútiles. Porque apretar una panza contra sí misma es no sólo un acto de terrorismo, sino una provocación para que ella luche aún más por ser libre. Las marcas rojas dejadas en su piel por horas de ser asfixiada, lo único que hicieron fue hacer de mi panza una rebelde sin compostura. A la m… sus extorsiones, su insistente necesidad de control para meterla en un modelo mental de belleza que ignora la plenitud de las carnes, la voluptuosidad de un abrazo, la calidez de un cuerpo amplio desparramado entre sábanas cansadas de amar. A la m… con su opresión. Vive la liberté!

Mi panza ha albergado vida. Y también ha albergado muerte. Un embarazo donde el minúsculo corazoncito del pequeño paró de latir apenas a semanas de concebirlo. Meses después, cuando me dijo la ginecóloga que estaba embarazada de gemelos, mi panza estaba de fiesta. Albergó a dos seres que primero navegaban con espacio y sin preocupaciones en ella. Felices y con espacio cuando eran minúsculos. Luego estos intrusos siguieron creciendo dentro de ella, y llegó un momento que los tejidos de mi panza, tan amplios toda su vida, no se dieron abasto. Mi panza era la Arena México y estos gemelos míos peleaban por más espacio. La piel de mi panza se estiró y se estiró, se abrió, se estrió, pequeños gritos se escuchaban casi de sus grietas: “por favor, ya paren este caballo de extorsión modelo inquisición española, que ya no damos pa’más!”

Finalmente, mi panza dio a luz y se desinfló un poco, pero a la fecha sigue en regresión y no ha querido volver a ser la panza que era antes del embarazo. Agotada, todavía hoy me enseña sus marcas de guerra, porta los tatuajes de esa época con orgullo y parece que se regodea en la memoria de esa batalla por la vida. Su flaccidez se volvió un estandarte de valor. Su inhabilidad de reducirse lo aduce a un trauma que ningún brillante psicólogo puede desatar, porque es un nudo de emociones, memorias, y células difíciles de desatar. Es un nudo de intrigas e historia, esta panza mía.

Cuando veo mujeres flacas, con carencia de panza, ya no las envidio más. Cada uno tiene una panza. Hay panzas mentales. Panzas internas. Panzas traviesas. Panzas emocionales.  La mía está aquí, al centro de mi cuerpo. La cargo y ella me sigue. Mi panza y yo hemos hecho la paz, y nos regodeamos en la historia en común, las aventuras compartidas. Nos gusta la ropa ancha y sin resorte. Odiamos los cinturones y los trajes de baño de dos piezas. Nos cuidamos en la salud, me acompaña cada momento que hago yoga, bici, que camino. Ella viene acurrucada en mi con la fuerza de un imán agarrado a mi espalda de hierro. Nos veneramos y paseamos oriundas en esta vida, unidas por siempre.

Porque mi panza y yo somos un ser mismo. 

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