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La Voz de Anáhuac

Las armas de la poesía

Por Daniel Noemí Voinonmaa
July 2004
La poesía es un arma cargada de futuro
 
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante, más se palpita y se sigue más acá de la conciencia fieramente existiendo, ciegamente afirmando, como un pulso que golpea las tinieblas, que golpea las tinieblas.
                                                                           Gabriel Celaya

 
Quizás sean los poetas (y los demonios, si es que no son la misma cosa) quienes han mostrado en su más terrible esplendor las penurias y goces de aquello que aluna vez llamamos el alma humana. Tal vez porque la lucha contra la imposibilidad e infinitud de la palabra se asemeje a la contrición de la carne pecadora, o porque, en realidad, el único espíritu posible sea el de la poesía; cuando leemos ciertas líneas o vislumbramos un abrir y cerrar de ojos, o estallamos en ese instante que se parece al amor, es, entonces, que volvemos a descubrir aquello que somos. En lo que creemos.
               Y toda creencia, como toda poesía y toda muerte, tiene una historia, siempre construida no por fuerzas ignotas, sino por cada uno de nosotros (y toda poesía es una lucha, también, del espíritu contra la materia que no es otra cosa que la fachada de una explotación histórica…). Buscar, siempre. Pretender, llegar a lo que creemos, ser lo que creemos…
               Gracias a Rimbaud sabemos que toda búsqueda es un viaje. Nos cabe, por lo tanto, preguntarnos: ¿Cuál es el viaje que emprenden cada mañana los cientos de miles, millones de trabajadoras y trabajadores, hombres y mujeres, que han cruzado el mítico río y trocado las calles de Cali por el centro de Kingston, la dulzura del Orinoco por el hielo del Hudson River, la tibieza de Oaxaca por los dólares de Nueva York, el fuego del Popocatepl por el hierro de Poughkeepsie?
               Un viaje ejemplar. Vida y obra del poeta Hermenegildo Contreras Castro.
               Conocí a Hermenegildo durante mi primer año viviendo en USA. Las circunstancias y detalles son, en esta ocasión, intrascendentes. Basta señalar que la derrota de su selección (de fútbol) y mi reciente desencanto (que me había roto el corazón junto con vaciar mi billetera), hicieron en aquel bar excelente pareja. Apenas dos chelas bien heladas por cabeza y un par de marlboros fueron suficientes para que el fútbol se convirtiese en confidencia y mi tristeza cupidiana se desvaneciera tras el humo de la vida. De esa vida.
               Contreras Castro había llegado a los Estados Unidos a los catorce años. Ilegal, por supuesto. Desempeñó los más diversos y variados trabajos: limpiador de baños en una estación de trenes, lustrador de botas, ayudante de cocina y todo el consabido listado. Por aquí y por allá se las ingenió para juntar sus pesos, mandarle algo a la familia, comprarse un cochecito (que el compadre le dejó impecable) y pasar el día, al final, con más aburrimiento que espanto.
               Lo que sucedió después no fue algo repentino. Hermenegildo, entre la cuarta y quinta birra, se encargó de enfatizarlo. Había comenzado a frecuentar la iglesia de su barrio, siguiendo unas caderas y, después que ellas siguieron su vaivén con otro, casi por inercia continuó asistiendo a esos encuentros semanales.
               --La purita verdad es que yo nunca había sido muy creyente. Dios y la virgen, no, no sé, como que siempre pensé que cada uno se rasque con sus propias uñas.>
Le pregunté qué era lo que lo había hecho cambiar. Contreras acabó su cigarrillo y dio un sorbo a la dos equis, me pareció que sonreía.
               --Que toda esa vaina de la religión de hacer el bien como decía el cura en mi pueblo, que todo eso está muy bien si nos damos cuenta que los cojones hay que ponerlos aquí. Que lo que hay que hacer es pelear y estar con nuestros brothers de la calle, de la fábrica, que las palabras están muertas si con ellas no logramos moverle el culo al mundo.>
Calló. Por un tiempo no nos dijimos nada. Quizás se me viniera a la cabeza un verso de Celaya, pero era tarde. Me levanté con cuidado y le extendí mi mano: “Me tengo que ir, Contreras. Ha sido un gusto.” “El gusto es mío, brother.”  Salí a la calle y el frío recorrió mi espalda. Encendí un cigarro y sin pensar en nada, apurado el paso, me encaminé a mi apartamento.
***

Esa noche, sus circunstancias irrelevantes y esas palabras habrían quedado perdidas en el rescoldo de mi memoria, si no fuera por la nota que ahora contemplo, leo por enésima vez recordando la voz, esa voz de ya hace años. Ahí, en la sección de noticias regionales. H. Contreras, pastor y líder sindical, murió atropellado durante una manifestación en contra de una serie de despidos en no recuerdo dónde. El coche, por supuesto, no pudo ser identificado a pesar de que hubo cientos de testigos.
Me pregunto si será él. Si habrá logrado moverle el culo al mundo y ahora, estoy seguro, ahora sí, ese verso viene a mi cabeza y así, simplemente, lo musito, lo mastico mientras enciendo un cigarro e intento pensar en otra cosa.

*Daniel Noemi Voionmaa es professor visitado en Bard College, M.Phil., Ph.D.  candidate, Yale University.
 

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