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SueƱo americano

Cuando ICE llegó a la casa de Mariana

Sobreviviendo la prisión de migración

Por Antonio Flores-Lobos
July 2018
Se escuchaban todavía los pájaros del amanecer en la remota ranchería en el Valle del Hudson de Nueva York. El día comenzaba a oscuras para Mariana (seudónimo usado para preservar su identidad); haciendo café, preparando a las niñas para la escuela y coordinando la logística de sus actividades escolares o de trabajo para poder regresar a casa para la cena.
De pronto, ladraron los perros y comenzaron a llegar patrullas. De entre la polvareda salieron varios hombres y una mujer armados quienes tocaron a la puerta insistentemente.

Traían una orden de aprensión, en la que aparecía el nombre del esposo de Mariana, pero no el de ella. Pero, en las redes caen todos.

No les importó que Mariana estuviese a medio vestir. “Vístase que viene con nosotros,” le dijo la agente. Subieron al esposo primero en un carro. No les dieron tiempo para despedirse de la única hija que estaba en casa. Mariana quiso abrazar a su hija, pero ya no pudo, no porque estuviera esposada, sino porque la jalaron a otro carro que iba de salida. Con lágrimas de tristeza, coraje e impotencia vio a su hija llorando en el porche. En cuestión de minutos, se llevaron al padre, la madre y dejaron en aquel escueto lugar a la menor de edad, confundida, en la incertidumbre.

Así comenzaba la pesadilla de Mariana, quien acabó en una cárcel del Condado de Orange, que tiene arreglos con inmigración para albergar a indocumentados. Su crimen había sido haber entrado irregularmente al país de inmigrantes y quedarse a vivir aquí, en donde ya llevaban más de 10 años.

La vida había sido tranquila para la familia; las hijas progresando en la escuela, los adultos trabajando para pagar la renta y los gastos, y los patrones disfrutando de la lealtad y el trabajo que los inmigrantes les proveían. 

En una noche de copas, ocho años atrás, el esposo recibió una infracción de tráfico. Lo habían parado por manejar intoxicado, por lo que fue a la corte, y le ordenaron tomar clases con Alcohólicos Anónimos y pagar la multa. Y quedó en el pasado, pero cuando llegó el gobierno de Trump, esa sería la excusa para que el gobierno enviara a sus gendarmes a recoger al inmigrante.

De hecho, durante el gobierno de Obama, los números de detenciones y deportaciones marcaron cifras récord, aunque el gobierno clarificaba que se trataba de indocumentados con serios antecedentes penales, y que no se enfocaban en inmigrantes con infracciones de tráfico que habían ocurrido 10 o 30 años atrás, especialmente si estos eran padres de ciudadanos estadounidenses.
La situación de Mariana fue diferente. Su patrona tomó cartas en el asunto, y pronto un abogado de inmigración comenzó la estrategia para liberarla. Las semanas pasaban y la seguridad era el principal reto para ella, puesto que la habían encarcelado con delincuentes comunes, algunas de ellas drogadictas, que enloquecían cuando su cuerpo demandaba la siguiente dosis.  

En un sistema penal que ponen a reos comunes, drogadictos e inmigrantes en una misma cárcel, se crean las condiciones para que los detenidos sobrevivan en un constante estado de tensión, que deja traumas y depresiones en el individuo.

Aunque Mariana no es una mujer alta, muy alta es su dignidad y su autoestima y por consiguiente no permitió que la pisotearan o intimidaran. Pero era consciente de que una mala mirada podría desembocar en una trifulca, provocando que los guardias la pusieran en confinamiento solitario.

La comunicación entre detenidos y sus familiares no es fácil. Cuando la familia carece de un estatus migratorio regular, las visitas a los detenidos son prácticamente nulas. Nadie se va a meter a la boca del lobo. Cuando Mariana recibía visitas, se convertían en torturas, puesto que los carceleros prohibían toda clase de contacto humano, negándole a la madre el poder abrazar a sus hijas. 
 
La otra opción eran llamadas telefónicas, todo un lujo que pocas familias pueden pagar, con llamadas por cobrar que cuestan $20 por 20 minutos. Mariana llamaba a su casa de vez en cuando para no convertirlo en un gasto más. así los días se hacían larguísimos.

A veces, simplemente mirando al techo, y escuchando el sonido del silencio, le venían pensamientos. Los buenos le sacaban sonrisas, los malos lágrimas y los optimistas le daban fuerza. Como ambos padres estaban presos, sabía que su hogar ya no tenía entrada de dinero, y que era solo cuestión de tiempo antes de que se secara la cuenta. Lo peor eran los ataques de preocupaciones; “quién está cuidando de mis hijas, quién las está llevando a la escuela, que habrán comido ayer, cuánto debemos de la renta, de la seguranza del carro, de las facturas de la luz, el agua, el teléfono, el cable …”. 

El mundo se le cerraba, el corazón le palpitaba galopeadamente, y constantemente estaba la pregunta; “¿y ahora, cómo le vamos a hacer?”

De pronto abría los ojos a más no poder y los clavaba en la primera cosa que veía, el sonido se opacaba y entraba en un tipo de transe, donde tiempo, sonido y espacio se fundían en uno, hasta que algún ruido la sacaba de ese estado.

Un día estaba enferma y no quería levantarse a comer, porque estaba hastiada de lo que describió como la que sale de las latas de comida de gato. Habían pasado dos meses desde el día de su aprensión, cuando le llegó la noticia que debía prepararse para ir a la corte. No sabía qué esperar. ¿La deportarían a su México, la dejarían libre o la volverían a la cárcel?  Todo era incertidumbre. 

El día de la cita salió triste, contenta y optimista. Le ordenaron ponerse su traje anaranjado de prisionera, le pusieron esposas en las manos y cadenas en los tobillos. Así la subieron al autobús que la llevaría junto a otros detenidos a la corte de migración en Manhattan, hoy epicentro de manifestaciones pro-inmigrantes.

La sentaron en una mesa frente a la fiscal y a un lado su intérprete y abogado. A la cita fueron para apoyarla líderes comunitarios, religiosos, amigos, la familia, y el que escribe. Ella miraba de reojo a sus hijas, y quería saltar y abrazarlas, pero no podía. Los guardias que la acompañaban tenían orden de no permitir ningún contacto humano. Tuvo que limitarse a verlos de reojo, y sonreír cuando podía.

En aquel frío cuarto había un silencio sepulcral, en donde la gente estornudaba y nadie le daba el “salud” de rigor. La fiscal, sin levantar la vista, cuestionó a más no poder a Mariana; ¿por qué tenía licencia de otro estado si nunca había vivido allá? ¿cómo había entrado al país? ¿sus hijas son legales? Como había jurado decir la verdad, no le quedó más que responder. 

La fiscal, como el torero que se planta frente al animal para matarlo, levantó la voz y pidió la deportación de Mariana.  La orden del juez fue dejar a Mariana salir en libertad con una fianza de $11,000.

Este podría ser un final feliz, porque hay miles de presos que no tienen a nadie que pague sus fianzas y se pasan años tras las rejas, esperando algún veredicto. Afortunadamente para Mariana, sus familias, amigos y patrona habían hecho una colaboración para sacarla de la prisión y regresársela a sus hijas, aunque sea momentáneamente.

Ahora comienza otra vida en libertad, aunque con una enorme deuda que pagar, y sin contar con el salario del esposo que terminó siendo deportado.
 

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Comentario: power corrupts and then people are treated like animals or things
Posted: 7/28/2018