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Cuento

En un lugar del mar

Por Miguel Rodríguez Otero
February 2015
 Antes de hacerme oficialmente pirata y durante los ratos de merienda que seguían a las clases de la tarde, me iba al patio siempre que podía a leer los relatos de Verne y de Salgari. A los pocos mordiscos me imaginaba ya navegando los siete mares, cuyos nombres nunca lograba recordar y repasaría por la noche en mi libro del cole, agarrado a una jarcia y con medio cuerpo colgando fuera del casco de estribor, como tirando yo mismo del barco, o como si viviera a medias entre la insularidad infantil y panteísta de éste y el vacío oceánico, increyente y adulto del propio mar. Me veía luchando a brazo partido con monstruos de tantos colores como mi estuche de pinturas, marinos –hay monstruos en todos los mares– o terrestres, saltamontes y escarabajos, al tiempo que estudiaba las cartas de navegación de los océanos conocidos, las rimas de Bécquer y el ciclo reproductor de los anfibios, que siempre caía en los exámenes trimestrales. Al rato, desplegaba la vela mayor mientras ponía los cubiertos para la cena. De vez en cuando me herían en un abordaje, y mi madre me ponía una tirita o una venda. Otras veces hacía despliegue de mi crueldad corsaria y volvía al patio a improvisar un aspaviento de bucanero para espantar a las gallinas.

Aun así, creo que nunca he sido un pirata digno del nombre, o al menos no de los de parche en el ojo, garfio en el apretón y pajarraco en el hombro. La mayor parte del tiempo a bordo de un barco pirata nunca pasa nada, y la vida transcurre en un sitio en el que no hay nada más que líneas: el horizonte, paralelos y meridianos que apenas sujetan temporalmente la cordura que cada uno trata de procurarse con sus pensamientos o con los miembros que le van quedando. La mayoría de los días sólo hay coordenadas en un papel que hay que aprender a leer.

Por las tardes, al igual que hiciera en mi patio de niño, me subía a la escalera que lleva a la cofa a leer poemas de Espronceda, tostándome al sol como un grillo en lugar de repasar el manual del buen canalla. De vez en cuando, al llegar a puerto o con ocasión de botines esporádicos, llegaban a mis manos otros textos sin demarcación, como los viajes de Shackleton y otros exploradores, o diarios y noticias que intercambiaba con amigos piratas igualmente desubicados. Pensaba entonces que quizás yo también hubiera podido ser un profesor intrépido que se adentrara en las entrañas de la tierra, o un rastreador de los que recorrían las llanuras de África, en lugar de un don nadie. Al fin y al cabo ya tenía una cierta experiencia: yo creo que el centro de la tierra es mayormente como la carbonera y el sótano de la casa de mis padres. Y los pollos del gallinero no han de ser muy distintos de los monstruos que habiten el interior de un volcán.

A veces, muy de cuando en cuando, en algún puerto me llegaba un fajo de cartas de mis padres, preguntándome si tenía frío por las noches o si acaso mi trabajo era estable y digno. En una ocasión, y a raíz de un golpe de mar, nuestro barco volcó y los que sobrevivimos a la tormenta nos quedamos sumergidos boca abajo, amarrados a cualquier madero que nos permitiera flotar en aquella burbuja de aire que era una cárcel que nos salvó de la muerte. En total oscuridad, todos éramos conscientes de que nuestro barco, nuestro mundo, se hundía. En aquel momento no pensé en los monstruos de mi cuaderno del colegio, ni en qué hubieran hecho el capitán Nemo o Shackleton. Sólo pensaba en la escalerilla de cofa, donde me sentaba a leer mis cosas, y en que ahora mismo estaría 20 metros por debajo de mí, bajo mis pies, bajo el agua. El mundo al revés. Y entonces me acordé de un episodio de los que se leían en casa, en el que un caballero pirata de tierra adentro se entraba en el aspa de un molino que lo levanta del suelo a conocer la realidad de las cosas y de las gentes, patas arriba y con su mundo también al revés. Creo que entonces lo comprendí.

Desde que me hice pirata con el paso de los años y los meridianos me conformé con tener un rincón en el barco, un cuartucho con una mesa, un par de libros que poder intercambiar y una cafetera, mientras recorría el mundo buscando un puerto en el que poner pie y encontrar a esa mujer legendaria que aguarda – según cuentan – a todo buen contrabandista. Mis padres siguen pensando que soy un caballero andante, o navegante, como aquellos cuyas andanzas leía en mi patio de niño. Pero sólo soy un pirata mediocre que bordea mujeres y mares y que ahora, no sé si a destiempo, ha visto el mundo desde otra perspectiva, al revés.

Cuando salí, abandoné el oficio de la piratería y me dediqué a establecer mis propias rutas de navegación. Tenía amplia experiencia, por las muchas tardes subido en la escalerilla del barco leyendo y mirando, inmune al aburrimiento del paso de los días. De siempre he oído hablar de otros mares y de lugares desde donde se ve un cielo distinto y en los que necesitan cartógrafos, con patios pequeños donde sentarse por la tarde a comer el bocadillo y a repasar las lecturas inacabadas y la vida pendiente. También hay monstruos, pero creo que se ocupan de corregir mapas y esclarecer relaciones de parentesco.

Al fin y al cabo, entre perder la cabeza como aquel caballero andante y acabar como un patapalo arrítmico y desmembrado, prefiero deshacerme de un poco de cordura. Siempre he tenido demasiada. De todas maneras, si en algún momento la necesito, seguro que luego la encuentro por ahí, tal vez en alguno de esos siete mares cuyos nombres aún sigo sin situar adecuadamente.

Suelto vela durante un buen rato y, al saludo de delfines y sirenas, les devuelvo un guiño con el ojo bueno, mientras me pego un chapuzón mañanero para despabilar sentidos y amores. Luego me pongo a escribir una carta que quiero enviar a mis padres desde el siguiente puerto. Quién sabe, si no hay oficina de correos quizás tenga que llevarla en mano.

Invito a mis nuevos amigos a bordo a tomar café. Me dicen que empiezo a oler a sal.  

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