Le subieron hormigas
mientras tenía ataques epilépticos sin ser epiléptico
la madrugada de su última lucha contra la muerte.
Y ¿para qué?
Sus papilas gustativas ya tenían cortos circuitos.
En calzoncillos grises y playera blanca cortaba por montones mandarinas
en aquel árbol abandonado del jardín
mandarinas a montones,
verdes, con todo y cascara se las comía.
No distinguía lo agrio de lo dulce.
Tal vez así había nacido,
agrio de coraje contra la vida,
frío de cariño contra su familia,
empeñado en guardar toda su dulzura para sí mismo.
Ochenta y seis años de amor, cariño y dulzura
se evaporaban por sus poros.
Hasta las más extremas esquinas llegó aquel aroma dulce.
Llegaron por millones
hormigas de todos colores
hambrientas de nuevos sabores.
Causaron temblores,
dolores.
Hasta rompieron amores
con cierto temor
y sin amor.
Una por una fue entrando
en aquella habitación abandonada, sagrada
de sábanas cafés rococó
que a cualquiera volverían loco
en aquella habitación con un foco,
donde de pequeña sólo llegué a entrar tres veces con tanto temor
cubierta de sudor.
Esta vez las hormigas
ordenadas
y educadas
fueron
con cajas y baúles hormigueros
a llenarse de la dulzura
que aquel hombre frío y cruel que tanto quiso guardarla y llevársela a su tumba.
Tonto no era.
Bien sabía que pasaría hambre en su tumba
porque nadie… más lo quería
y todos le temían.
Sabía que en ningún buen día
nadie le llevaría ninguna penumbra de amor, ni comida, ni bebida.
Estaba listo para su eterna hibernación purgatoria
y siempre tendría dulzura de que comer.
Pasó toda la noche
Y el tsunami negro de hormigas no paró.
Duró tres semanas hasta que ya no había más hormigas en todo el continente que no estuvieran repletas de dulzura eterna
y poco a poco
el murmullo de la marcha hormiguera desapareció con el viento.
Él seguía vivo,
pidiendo más mandarinas verdes
y sus ataques epilépticos se volvieron en un cuento.
Tres meses pasaron
y lo enterraron
lleno de flores de colores.
Fue aquel día
el día donde no hubo envidia
ni fastidia.
Su tumba se reconoce
pues siempre está cubierta de hormigas
que llegan de lejanos desiertos, montañas y rincones.
Y se dice que tal vez hubiese sido más feliz
sólo si de vez en cuando se hubiese reído de su propia nariz,
pues aquel hombre con cicatriz
había guardado tanta dulzura
enmascarada de amargura,
que se volvió su armadura.
Y sólo desde por debajo de toda altura
donde imposible de compartirla con cualquier hermosura
sino que solo con hormigas llenas y vacías de locura,
aquellas en busca de aventura
y sobre todo las que padecían de una carencia de dulzura.
La Voz, Cultura y noticias hispanas del Valle de Hudson
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