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Cuento

E-mail para Rafa

Con motivo del 2 de noviembre

Por Ricardo Enrique Murillo
November 2013
Hola, calaca desgraciada:

Soy yo, Luis Acevedo, el mismo Luis que conociste cuando trabajábamos de busboys en el Barnabis. ¿Ya no te acuerdas? Tu cuatacho con el que ibas a ver las morras del Happy Times. Si te llegó el cuento de que me morí, es cierto, me morí en San Francisco bien muerto después de que vine a someterme a un experimento para curar el SIDA.
 

¿Qué onda, ese? No te asustes ni te sorprenda recibir mi e-mail. Tuve la idea de aparecerme en tu casa a media noche, cuando llegas de trabajar, pero dije, no jodas, se va a morir del susto este güey. Entonces decidí mandarte un e-mail. ¿Qué de dónde saqué tu dirección? Ah, para que lo sepas, tengo mis secretos y mis contactos, no creas que no.

Ya sabes que Luis Acevedo era el nombre que le daba a la gente en el Barnabis. Toda la bola de nacos me conocía así, por Luis, porque ese fue el nombre que les di a los patrones cuando empecé a trabajar. Tú eras el “Rafa”, Rafael Dueñas, me acuerdo bien. Sí, ¿cómo no? Pensaste que nos ibas a embobar con una de vaqueros. Ahora de muerto me enteré de que te llamas Timoteo Montes. Con esa cara de indio que te cargas debí haberlo adivinarlo antes. Pero, bueno, así es en el béisbol, y, para que lo vayas sabiendo, acá no nos andamos con cuentos.

Buenos tiempos los del Barnabis, ¿no? Poco dinero, pero mucho rebane. Ustedes, los busboys, luego lueguito se las olieron de que yo era de la capirucha y me acomodaron el sobrenombre del Chilango. Chilangou, me decían las meseritas, agua en la cuatro. Otro canasto de pan en la 10, Chilangou. Y yo diciéndole simón a todo porque a eso vine, carnal, a ganar dinero para mandarle sus dólares a mi jefecita, que todavía atendía su puesto de menjurjes en el mercado.

Pues sí, calaca, aquí, escribiéndote. ¿Cómo ves? ¿A quién crees que vi el otro día acá, arriba? Nada menos que al Patotas. Al busboy aquel que lo que tenía de grandote lo tenía de tapado. El que presumía ser de Texas y luego descubrimos que era de Durango, porque a cada rato le rayaba la madre a su compadre, dizque de cariño.

Por cierto, ya has de saber que al Patotas le partieron su madre de un botellazo en la cantina puertorriqueña adonde íbamos a relajarnos cuando salíamos del Barnabis. Le salió caro. Cayó redondito. Dice que no supo quién se la aventó. Yo sé que sí sabe, pero le gusta hacerse el desentendido. De seguro el amante de la cantinera lo sorprendió haciéndole su luchita. Yo entonces ya me había ido a San Francisco, ya me había muerto y me sorprendió mucho verlo acá, muy de capa caída, cuando allá fue tan alegre y gritón, borracho, claro.

Por si no lo sabías, el Patotas fue el que me presentó a su hermana Obdulia, según él, soltera, cuando ya llevaba quién sabe cuántos en la lista y ni siquiera supo quién la infectó. Yo caí en sus redes y ni modo, creo que te lo comenté. Luego les perdí la pista a los dos. Al principio los odié con ganas. Ya no. ¿Qué diablos se puede hacer? Lo que me parece raro es que yo haya colgado el pico tan pronto y que ella siga alegre y campante, dándole vuelo a la hilacha. Así me lo dijo el otro día el Patotas.

A veces me pongo a pensar que haber salido de México fue el peor de mis errores, pero estando en México me moría por ir a Estados Unidos porque se decían tantas cosas buenas de ese país que nomás le ayude a la jefa a afianzar su puesto y le dije me voy. ¿A qué te vas si aquí ganamos lo suficiente para vivir? me dijo. Pero a mí ya se me había metido en la cabeza irme. Acababa de suceder el terremoto del ‘85 y dije esto ya no va a ser vida. Me salí a buscar la suerte y mira con lo que me encontré.

Siete años me pasé sin ver a la jefa dizque para juntar todo el dinero posible de una sola vez y no volver a cruzar la frontera. Y nada de lo planeado sucedió. Ni junté el dinero, ni la volví a ver. Un hermano me llamó para decirme que se nos murió. La sacaron del mercado muerta, a la mejor como ella siempre quiso que algún día la sacaran. Me pregunto qué habría sucedido si nunca hubiera salido yo de México o si me hubiera regresado cuando supe que la vida en Estados Unidos se iba poner color de hormiga. Tal vez hubiéramos vivido pobres, pero felices, como lo fuimos hasta el día que salí. Tal vez mi vida haya corrido menos peligro al buscar la mujer de mi vida. Tal vez.

Pero la realidad es que salí y me encontré con la gente que tenía que encontrarme por razones que no sé. Me gusta hacer renegar al Patotas y nomás se me queda mirando con ojos de becerro ahorcado. Le digo que él se buscó su muerte y luego me pongo a pensar que yo también me busque la mía, sin querer. ¿Y cómo vas a saber lo que te va a suceder? Está cañón.

Lo que te puedo decir es que después de que salí del Barnabis era porque ya el VIH me estaba mordiendo los órganos. Todo comenzó cuando fui a recibir los resultados a la clínica. Le tengo noticias, Mr. Acevedo, me dijo el doctor. ¿Quién iba a saber si eran buenas o malas? Ya sabes que a los doctores lo mismo les da decir una cosa que la otra. Me pasó a su consultorio y me dio el papel. Me dijo que los resultados eran positivos y yo salté de gusto. La enfermera que pasaba se detuvo y dijo que yo era la primera persona que se alegraba con ese diagnóstico. Entonces me desinflé como un globo agujereado y empecé a llorar. Lloré por mi madre y por mí. Ni modo, siendo el más chico me iba a tocar seguirla. Muerta ella y yo infectado, se me acabaron las ganas de volver a México. ¿A qué? Cualquier lugar era bueno para morir.

El doctor me recomendó un grupo de apoyo que se juntaba en la misma clínica. Fui con la cola metida entre las patas a ver de qué se trataba. Me presenté. Había como 20 sidosos que reportaban las cantidades de células que habían perdido o que habían aumentado en la semana. Al final del mes le iba a dar un premio al ganador. Me puse trucha, las subí, y el premio fue un viaje a San Francisco donde un equipo de doctores estaba por probar en los pacientes la medicina que le iba a dar en toditita la torre al VIH.

Por primera vez en la vida pensé que estaba haciendo algo grande por la humanidad y de paso me iba a aliviar. Me voy a aliviar, les dije a los sidosos de la clínica. Me aplaudieron mientras pensaba para mis adentros: que a la Obdulia se la lleve la chin...

En San Francisco me recibieron como rey. Nos tenían cocineras y enfermeras a todas horas. Comíamos lo que queríamos. Jugábamos en las maquinitas de packman y pingball. Todavía existen, calaca. Los doctores nos daban las pastillas por la mañana y en la tarde volvían a ver cómo respondíamos al medicamento. Nos decían que todo iba muy bien, pero era mentira. El medicamento nos iba destruyendo poco a poco, hasta que comenzamos a morirnos como viles moscas envenenadas.

El acuerdo era terminar el tratamiento, pero cuando vieron que el experimento no cuajaba, nos dijeron que éramos libres de irnos a nuestras casas o de quedarnos. Quedarnos seguro de lástima. ¿A dónde íbamos a ir? Como te dije, a mí nadie me esperaba en México. ¿De qué iba a vivir el tiempo que me quedaba? Decidí morirme en San Francisco porque era lo más fácil, tan fácil que a la clínica le debo los gastos del sepelio y las flores que dejaron sobre mi lápida.

¿Y tú sigues visitando el Happy Times? Supongo que sí, y que no te pierdes los bailes de la cantina puertorriqueña, porque perro huevero huevero es aunque le quemen el hocico y el que por su gusto muere hasta la muerte le sabe ¿o no, calaca? En fin, tú que estás allá tómate unas cervezas por nosotros y no te molestes en contestarme, que si algo tengo que decirte sabré dónde encontrarte. 



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