En el ir y venir por el juzgado de Lumberton, NC., conocí a algunas mujeres que estaban en la misma situación que yo. Es decir, madres extranjeras, en proceso de divorcio de un ciudadano americano que había retirado sus papeles de la oficina de inmigración para impedirles obtener la residencia y; de eso modo, adjudicarse la custodia permanente de los hijos, una vez que sus exparejas fueran deportadas a sus países de origen.
Durante la batalla legal que tuve que emprender por mantener la custodia de mi hija, entendí lo que significa la discriminación de género y racial.
Dichas mujeres y yo sufrimos el mismo trato injusto durante el juicio cada vez que nos citaban a declarar. Lo primero que se nos preguntaba era sobre nuestro estatus migratorio. Al contestar que nuestra estancia en este país estaba pendiente, en espera de la respuesta de las oficinas de inmigración donde se resolvería nuestra situación migratoria, el juez cuestionaba, de forma automática e inmediata, nuestra calidad de seres humanos. Es decir, la conclusión lógica para las autoridades de lo familiar era: si eres ciudadana americana seguramente serás buena persona y; por ende, buena madre, porque no intentarás sacar a tus hijos del país.
Pero en el caso contrario, la madre extranjera se transforma, ante la mirada inhumana de las autoridades, en una posible criminal, porque a pesar de no haber cometido ningún delito, se considera que puede convertirse en secuestradora de sus propios hijos, pues para las autoridades es muy probable que intente huir del país. Estas mujeres y yo fuimos juzgadas a partir de un delito que no cometimos y que no teníamos intenciones de cometer: el secuestro. En base a esto, la custodia de nuestros hijos se nos concedía de manera temporal, hasta que pudiéramos mostrar nuestros papeles de residencia permanente. A mí me tocó vivir de cerca el caso de una hondureña a la cual migración le negó la residencia, por no encontrar elementos suficientes que probaran que había sido víctima de violencia intrafamiliar. En un plazo no menor de dos meses tuvo que dejar el país y a su bebé de tres meses.
Además de esta situación, completamente inhumana y desquiciante, al padre no se le juzga con la misma severidad que a las madres extranjeras. Se asume que, siendo ciudadano americano, está capacitado para darles a los hijos una vida digna y feliz. Los hechos de violencia intrafamiliar cometidos por el ciudadano americano se ignoran de una forma aberrante, y no se toman en cuenta para decidir sobre la custodia de los hijos.
Durante mi proceso, y algunos otros que viví junto a las mujeres a quienes acompañé en los juicios, me percaté que la situación se agravaba mucho más por las circunstancias personales de estas madres. En primer lugar, la mayoría no hablaba inglés, lo cual las limitaba gravemente en su defensa. En segundo lugar, ellas se culpabilizaban a sí mismas por la situación que estaban viviendo, de víctimas pasaban a ser culpables. Y en tercer lugar, todas debimos someternos a los gritos e ironías del abogado contrario, situación que a muchas de ellas las dejaba indefensas por la violencia psicológica ejercida en su contra por las mismas instituciones de lo familiar.
Las madres extranjeras en esta situación están completamente abandonadas. Sus consulados no hacen nada para auxiliarlas y las leyes familiares favorecen la violencia, al considerar en la gran mayoría de los casos el estatus migratorio de los padres. En vez de solucionar el problema de manera humanitaria, como sería la de conceder la residencia a las madres, prefieren lo contrario, el desmembramiento familiar. Creo que Estados Unidos, una nación que se dice respetuosa de los derechos humanos y de la democracia, debería revisar su legislación civil, sobre todo en los estados del sur, para evitar lastimar tanto a las madres como a los hijos y desgarrar los lazos familiares.
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