Mi semidiós semireal
Por Anja Savic
January 2006 ¿Existe realmente un prototipo del hombre hispánico? Visitando la ciudad de Nueva York, entre tanta mezcolanza tal vez no es tan fácil distinguir entre la realidad y la fantasía. Quién sabe, pero quizás al fin de cuentas sí se pueda encontrar a un semidios semireal.Cuando subes por los calles de Manhattan mas allá de la vecindad de Harlem, el aire se llena cada vez más de un aroma hispánico. De repente, dejas el fervor cosmopolita del centro, la hiperactividad febril de los ratones urbanos, y la rapidez mercantil del tiempo, y llegas a un paraíso de tranquilidad, donde las palabras “mañana, mañana” están escritas de manera invisible por las paredes. No se puede encontrar un taxi para nada—ni siquiera si rezas en alguna de las abundantes iglesias, y en vez de tiendas llenas de sobrevaloradas nadas, se encuentran bodegas simpáticas que contienen todo lo que se puede necesitar en la vida.
En medio de un otoño incuestionablemente Nerudiano, las familias concurren a los parques, a jugar a la pelota, a jugar unos con otros…a vivir juguetonamente. Entrando a un supermercadito en la esquina de Broadway y la 207 y mezclándome en la sección de frutas y verduras, me llama la atención un letrero que dice “aguacates dominicanos”. Al lado del cartel, está un hombre arreglando los limones y perdido en una canción de amor latinoamericana. Me convenzo inmediatamente de que ya no estoy en la isla de Manhattan, sino en una isla del Caribe. El relajado vaivén del hombre y su canción, y el escuchar de voces chachareando en español me transporte a la fantasía del sur.
Fantasía, es cierto, porque en seguida me doy cuenta de que nunca he visitado ni Latinoamérica ni España. Lo que yo conjuro con respeto en el término “hispánico” es un tejido totalmente compuesto por la comercialización o fetichismo americano de la cultura hispánica: burritos en cada esquina, salsa en cada fiesta y spanglish en cada boca. Mi sabiduría es tan insustancial que ni siquiera tengo la capacidad de distinguir claramente entre lo latinoamericano y lo ibérico (y por eso empleo la generalización “hispánico”). Mi conocimiento de las figuras prominentes del mundo cultural también está limitado a los más populares; cuyas caras pueden verse en las camisetas de los turistas que han visitado su país. Considerando que la mayoría de estas figuras son hombres, la fantasía específicamente trata de hombres.
Entre frutas y revoluciones
Cuando veo a un hombre hispánico, como este con los limones, no presto atención a la imagen real que mis ojos están tomando. En cambio, proyecto ideas de Don Quijote, de Salvador Dalí, de Pablo Neruda, del Che Guevara sobre el pobrecito hombre humano. Para mí, el hombre en el supermercado no sólo está arreglando limones y canturreando una canción de amor, sino que está conquistando al mundo con su caballo Rocinante y su escudero Sancho, presentando a su Dulcinea todas sus ganancias en una fuente de oro; creando mundos enteros de pinturas para su Gala; escribiendo cien sonetos de amor para su Matilde…y empezando una revolución que sea la más recordada en toda la historia. Huelga decir, en esta fantasía yo soy la Dulcinea, la Gala, la Matilde y la revolución es de mi mundo.
Antes de ser el Quijote, el Dalí, el Neruda o el Guevara, el hombre hispánico ya es un hombre que canta, que baila, que es deportista, que sonríe y que nunca falla en reconocer a una mujer hermosa cuando pasa por la calle… Pero cuando se hace una composición con estas cuatro figuras, se hace sobretodo un amante increíble, sensual y simplemente revolucionario. Aunque me doy cuenta de que mi fantasía es completamente irracional y subjetiva, estoy inexorablemente convencida de que un día seré amada por este hombre semidiós.
Salgo del supermercado y bajo la escalera del metro. Cuando ya estoy sentada y absorta con una revista, un hombre se sienta a mi lado. Literalmente: a mi lado. Discretamente, le miro sin volver la cabeza: indudablemente es mejicano. Tiene el pelo corto, erizado, negro y saturado de grasa como si hubiera salido de una obra de teatro musical de los años setenta. Es bajo y sus zapatos apenas alcanzan el suelo. Probablemente llevaba el apodo de “gordito” cuando era joven, y algunos de sus colegas varones en el garaje mecánico donde trabaja (sus manos negras y grasientas lo revelan todo) todavía lo llaman así. Su barriga, quizás llena de cerveza, ha escapado por los últimos dos botones de su camisa y eso parece darle una tranquila feliz, inconsciente. Por un segundo nuestros ojos se encuentran —por cierto, sus ojos están deglutiéndome, y tal vez, esté deseando que mi cuerpo también se escape de mi ropa.
Quizás me quede con mi fantasía.
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