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Cuento

Los nombres de Allah

June 2008

Ya cincuenta años después, con la jubilación en el macuto y enzarzado en una larga batalla para sortear los achaques de la edad, el asombro que le embarga no se mueve ni un ápice cada vez que piensa en aquel episodio menudo. ¿Fue él ... él el autor de aquello? Medio siglo después, le sigue costando creerlo. Y sin embargo, recuerda perfectamente que lo logró; el polvo del tiempo no ha enterrado la escena final, que recrea como si se hubiese producido en unas tablas. Quizá porque el no ha dejado nunca de recordarlo -ni de contarlo- durante todos estos cin­cuenta años.

Medio siglo, su odisea cuya ítaca no quiere ver todavía. Su estado de salud, que logra con cuidados minuciosos y esfuerzos diarios, le hace pensar que todavía le queda tiempo de atracar en alguna que otra rivera, antes de que su vigía vea tierra firme natal.

Tenía ¿diez u once? años. Con el culo pegado a una estera dura de mimbre -ahora casi todas las que ve son de plástico; 'el plástico terminará acabando con todo', dice en momentos de pesimismo sobre el futuro de la humanidad-, con la única comodidad de la pared encalada sosteniendo su espalda, la tabla con textos coránicos que aprendía bajo la amenaza del palo largo, fino y flexible del maestro, que sigue dándole la impresión de que aborrecía a todos los pobres diablos cuyos padres les mandaban a aprenderse de memoria las palabras de Allah. Incluso a los que tenían una buena memoria, que no eran muchos. El tenía una memoria de acero. Lo piensa ahora porque recuerda que aprendió todo el Corán -todo, cada una de las sesenta partes en las que se divide-, cuando aún no había cumplido los doce años. Y empezó a olvidar los versículos del libro sagrado en cuanto se libró de la escuela coránica ceutí y fue a seguir sus estudios en Tetuán. Con profesores muy ama­bles -nada que ver con el maestro de El Corán-, inteligentes, muchos, cada asignatura uno, marroquíes, españoles, franceses, egipcios, sirios, de dibujo, de historia, de literatura, los alumnos podían jugar al fútbol -en un verdadero campo de fútbol, con un balón de verdad-, al balonmano, al balonvolea, ir al cine -prohibido por el maestro de El Corán- cuando les saliese de los cojones y de los bolsillos.

Un aciago día, el maestro de EI Corán dijo tú y tú y tú y tú y tú -los que más avanzados estaban en el aprendizaje de el Corán, él era uno de ellos-, les ordenó que lavaran sus tablas por las dos caras y se prepararan para escribir los noventa y nueve nombres de Allah; ya era hora de que se los aprendiesen de memoria.

Los elegidos eran los alumnos cuyas plantas de los pies menos azotes recibían. Él era castigado generalmente por cosas pequeñas no relacionadas con el aprendizaje de los textos sagrados. Ser descubierto pensando en otra cosa en vez de enzarzarse con los versículos, cazar una mosca -esto en tiempos de calor- y ponerse a jugar con ella, arrancándole las alas, etc., ir a mear y no volver pronto, etc.

Cada nuevo texto coránico cotidiano el lo despachaba sin sufrir mucho y lo recitaba ante el maestro sin el menor tropiezo, con una soltura que paralizaba el palo y parecía que crispara al maestro, que en todos aquellos años interminables solamente una vez le alegró la vida con una buena palabra. Cuando una mañana el niño le mostró una aleia, diciéndole que creía que aquí faltaba alguna palabra. El hombre, con una barba bien dibujada, miró y dijo si, efectivamente, falta una palabra y la escribió el mismo con su cálamo, en un espacio cercano al lugar donde faltaba, ¿cómo lo has sabido? Y con una sonrisa -la única que recuerda-le dijo bien bien.

Sí, cada nuevo texto coránico mañanero se lo zampaba sin sufrir casi nada. Pero noventa y nueve nombres de Allah, aprenderlos uno por uno, en el orden en que han sido dicta­dos por el maestro... Parecía más una prueba para romper la entereza, la seguridad del buen alumno y convertirlo en espectáculo. Porque el castigo de los azotes de palo en las plantas de los pies era todo un espectáculo y un recreo para el resto de los alumnos, que dejaban de aprenderse los textos de las tablas -el maestro estaba demasiado poseído por la faena de apuntar y azotar con el palo fino a las plantas, a la parte tierna de los pies del caído en desgracia de turno- y se refocilaban mirando y pensando que el que recibía esos golpes como cuchillazos era otro, no ellos.

No les dio mucho plazo. Había que dejar todo en alguna cuneta de la memoria y centrarse minuciosamente en aquellos benditos 99 nombres en fila india. Fuera cientos de títulos de películas, de nombres de actores, actrices, cantantes, jugadores, animales... que se enjaulaban en su testa y que le hicieron alguna que otra desagradable jugarreta, cuando se encontraba recitando nuevas suras.

El maestro empezó por el mayor de los cinco alumnos. Él era el más pequeño. Y cuando le llegó el turno, se levantó, se acercó, se sentó delante del maestro y levantó él mismo los dos pies para que el hombre -que tenía una barba que recordaba a un mapa­-se las atase con una cuerda hecha con aquellas hojas de palmitos, con las que los montañeses -yeblíes- de los contornos hacían muchas cosas que vendían en el soq del Príncipe Alfonso; como cestas de compras, escobas, sombreros, incluso abanicos.

Y se puso a decir, con el palo latiendo cerquita cerquita de sus pies resignados, los noventa y nueve nombres de Allah: Arrahmanu, Arrahimu, AI-Maliku, Al-Quddusu, As-Salamu, Al-Muminu, Al­Muhaiminu, Al-Azizu, Al- Yabbaru, Al-Mutakabbiru ...

... con la 'u' final de cada nombre bien dibujada por los labios, las vocales largas suficientemente alargadas... ¡hasta el último nombre, el 99, del Clemente y Misericordioso! ¡Era increíble que las cuchilladas del palo, que había machacado a los cuatro condiscípulos que le precedieron y que tenían más edad que él, no se hubieran desatado sobre las plantas de sus pies ni una sola vez!

La noticia saltó a su casa -¡cómo sonaba aquello de que él era el único en aprenderse los nombres de Allah!- y su madre, feliz, con las vecinas entrando y saliendo, le dijo y ahora pide lo que quieras. ¡No ir ala escuela coránica el próximo domingo y que le de para ir al cine!

Ese domingo, él fue uno de los primeros en llegar a la cola de la taquilla del Cine Astoria, con la peseta que costaba la entrada del programa matinal de las doce, bien guardada en el fondo del único bolsillo de sus zaragüelles.

El remate de aquel domingo feliz fue la película de indios que vio: 'Hoguera de odios', con Charlton Heston de blanco bueno, y Jack Palance, de piel roja con una cara y una mirada que acuchi­llan. En aquel entonces se creía que los rostros pálidos eran bue­nos y los indios malos y asesinos de mujeres y niños. Y aplaudían hasta sacar dolor de las palmas, cuando una patrulla de soldados corría en ayuda de una caravana de colonos atacada por unos salvajes que, con sus gritos, parecían poseídos por el demonio.

Ahora, cuando estos recuerdos revolotean por su vida, en algún momento remanso, los remata con una sonrisa ante el pensamiento del monumental disgusto que puede tragarse su madre, si llega a saber que todos los títulos de películas y los nombres de actores (incluido un montón de segundones), can­tantes, futbolistas, animales, hasta personajes secundarios de tebeos como un tal Fideo de Mileto, de 'EI Jabato', siguen vivitos en su recuerdo, casi uno por uno, aunque no hizo nada para aprenderlos, entraron solos, mientras que de los 99 nombres de Allah, casi nada; puede que, con Dios y ayuda, logre recordar ocho a nueve nombres. Del resto, ni rastro.

Y cuando va a visitarla, no puede evitar levantar la mirada hacia un cuadro en la pared del salón, encima de la tele, donde se encuentran los 99 nombres en letras doradas y afiligranadas. A veces, se acerca, estira la mirada y descorcha de las exageradas filigranas algunos de los nombres de Allah y al mismo tiempo que se siente profundamente incapaz de aprendérselos ahora, recuerda a aquel niño que fue y aquella hazaña y se siente como un Di Stefano, un Kocsis Cabeza de Oro a un Pele recordando el mejor gol de su carrera. O un Maradona recreándose en aquel gol de la mano de Dios, en el Mundial que ganó en México.


Publicado en “Caminos para la Paz. Literatura israelí y árabe en castellano”. Compilación, edición y prólogo de Cristian Ricci e Ignacio López Calvo. Editorial Corregidor.

 

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