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Recuerdos de...

Una aventura por las punas del Perú—Parte III y final

Por Kate Grim-Feinberg
August 2012
El año pasado viví doce meses en el pueblo de Aucará en el sur de Ayacucho, Perú. Una de las semanas más memorables fue cuando viajé a las altas punas, la zona alto andina, para compartir con una familia aucarina que estaba pasando el verano en su tierra natal. Aquí les cuento la tercera y última parte de mi aventura.
 Lunes 24 de enero

Antes de abrir los ojos sentí el frío seco de una mañana nevada. Pensé en mis papás en Ohio, en el invierno y la navidad blanca que me estaba perdiendo. Busqué mis lentes lo más rápido que pude y levanté el costal que estaba tapando la puerta de la chocita. “¡Adel!” le dije a la niña que dormía a mi lado, “¡Mira, está cayendo nieve!” Abrió los ojos y se le contagió mi emoción. Nos sentamos allí cubiertas con frazadas de lana mirando el mundo blanco de afuera.

El papá de Adel se había levantado hacía rato, y ahora se acercaba al campamento con una cría muerta en sus brazos; la alpaquita se había congelado en la noche. Le cortó el cuello y salió sangre fresca. La carne estaba buena para comer, y ya sabíamos lo que cocinaría Dorín para desayuno y cena.

Se estaba calentando el aire y había que sacar nieve de los techos de paja antes de que empezara a gotear adentro. “No saques todo,” me dijo Dorín. “No vas a sacar la paja también.” A pesar de los esfuerzos, al ratito empezaron a caer las gotas.

La carretera  ya no servía; no había cómo limpiar la nieve. El bus pasaba dos veces por semana y yo tenía pensado tomarlo al siguiente día.

En la noche el papá de Adel llegó al campamento con otra cría en sus brazos, pero esta vez estaba viva. La llevó llorando a la bodega para que no se congelara; lloró la noche entera, pero en la mañana seguía sanita y la llevó de vuelta donde su mamá.

Martes 25 de enero

Salí y comprobé con alivio que ya no había nieve en la carretera. Armé la mochila por si llegaba el bus temprano, y Dorín llenó un costal para mandarle queso y carne a su hijo en Aucará. A las 10:30 pasó el bus. Apenas había espacio para subir.

Cuando llegamos  al pueblito de Pedregal se bajaron todos. Yo estaba tan acostumbrada a ir al baño en cualquier lado que no sabía qué hacer. Miré a los demás pasajeros y algunos venían con jeans y parecían recién bañados; deben haber venido de Sol de los Andes. Seguí a las mujeres y entramos a una casa abandonada sin techo para orinar, mientras los varones iban por otro lado. Había una tiendita; después de diez días comiendo puro arroz con carne de alpaca, me quedé maravillada con las opciones de galletas empaquetadas que uno podía comprar.

En dos horas más llegó el bus a la Repartición de Galeras. Pedí bajar y vi al bus desaparecer hacia la costa, llevando a los pasajeros a Nazca, Ica y Lima. Crucé la carretera con la mochilita y el tremendo costal que me había encargado Dorín. El viento corría cada vez más fuerte y empezó a llover. Miré hacia la costa, señalando a cada carro que pasaba, hasta que paró un camionero y le pedí que me llevara a Puquio. Me dijo que sólo había parado para tapar su camión; pero después de unos minutos volvió diciendo, “Súbete”, y embarqué en el carro más lujoso que jamás he tomado en Perú. Me senté al lado del chofer en un asiento grandazo y comodísimo, con un rico aire calefaccionado, mientras miraba la lluvia afuera. Me dijo que llevaba químicos para una minera.

Cuando llegamos a Puquio le di cinco soles al camionero y le pedí a un mototaxista que me llevara a la agencia donde salen los carros a Aucará. En la agencia de Valle me dijeron que no hacen el recorrido de  noche en verano, y no me quedó más remedio que comprar pasaje para las 6 de la mañana al siguiente día. Con otra moto llegué a la puerta de Don Salomón y Doña Laura; me recibieron como siempre, y me eché a dormir, esperando otro día.



  

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