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Su dinero

El arte de ganar dinero

Consejos prácticos. Parte II

Por Phineas-Taylor Barnum
September 2010
 P.T. Barnum, un millonario director de espectáculos, famoso por sus circos y museos de fenómenos en el siglo XIX escribió El Arte de Ganar Dinero hace 130 años, pero sus consejos siguen siendo válidos hoy en día. Dice que “contra el dinero sólo predican media docena de moralistas ─muy ricos. El resto de los hombres, no pudiendo vivir sin dinero, tratan de procurárselo por todos los medios. Lo más seguro es ganarlo”. Aquí algunos de sus consejos.

Seguir la propia vocación
Un padre tiene cinco hijos: «Pedro será abogado; Pablo, médico; Carlos, agricultor; Luis, sacerdote… ¡Y Juan! Ahora me acuerdo que esta mañana estuve en una relojería. Muy bonito oficio. Juan será relojero». Esto dice el padre, y se queda tan tranquilo. Y, sin embargo, Juan hubiera sido un buen marino; Luis, excelente boticario; Pablo, inteligente banquero; Carlos, perfecto comerciante; y Pedro, hábil dentista.

El buen progenitor no ha tenido para nada en cuenta la vocación de sus hijos, cometiendo una torpeza de enorme trascendencia.

Yo no he sentido en mi vida la menor inclinación por la mecánica. Pues bien, imaginemos que a papá Barnum se le hubiera metido entre ceja y ceja hacerme relojero. A la larga, es probable que, adiestrado por la rutina, hubiese conseguido Barnum hijo dominar el oficio. ¿Y qué? Pues que a estas fechas seguiría ignorado en algún rincón de aldea, viviendo de los cuatro cuartos ahorrados en cincuenta años de penosísima labor. A menos que mis verdaderas aficiones no me hubieran inducido cualquier día a tirar por la ventana limas, tornos, y martillos, llevándome a enseñar por el mundo, monos vivos o disecados. Y en ese caso, ¡qué de esfuerzos y de tiempo perdidos inútilmente!

Jóvenes amigos: si carecen de padres previsores, elijan ustedes mismos la profesión que les agrade, tratando siempre de que guarde relación con sus aptitudes y con los medios de que disponen.

En los Estados Unidos, país de la actividad, donde las ciudades surgen de improviso en torno de los pozos de petróleo o de las minas, cerca de las nuevas estaciones ferroviarias, de los canales y de los desembarcaderos, los jóvenes pueden probar varias «vocaciones». Aquí se cambia de profesión con una facilidad que asombraría a las gentes de Europa.

El viejo continente se ríe mucho de esas improvisaciones de vocación. ¿Está en lo firme? ¿Hace mal en burlarse? Sin duda, tratándose de países diferentes, es natural que se empleen medios también diferentes. Parece, no obstante, que una doble penetración de costumbres tiende a poner al unísono el Antiguo y el Nuevo Mundo.

Lo mismo en Nueva York, que en Boston, en Chicago y en San Francisco, empieza a reconocerse la exactitud del antiguo proverbio inglés: «Muchos oficios, mal maestro». De ahí que las gentes aspiren a rodearse de «garantías» con objeto de elegir bien «al principio». Las profesiones van tomando carácter de estabilidad.

Mucho ayudaría a la acertada elección de un arte, de una profesión o de un oficio, un buen manual práctico sobre el asunto; libro que, hecho en debida forma, debiera ponerse en manos de todos los escolares. Su influencia beneficiosa sería notada muy pronto.

Hablar varios idiomas
Sea cualquiera la instrucción recibida, o la profesión a que se destine a los jóvenes, que aprendan siempre los principios del trabajo manual. Que sepan manejar la madera, el hierro y la tierra, y servirse de las principales herramientas usadas por el obrero. Es preciso que los diez dedos estén a disposición del cerebro, en todo momento. Al hombre de estudios le son estos conocimientos tan indispensables como al artesano; quizá más.

Que aprendan también los idiomas de mayor uso. Durante bastante tiempo se ha considerado en Europa el estudio de las lenguas vivas como un lujo de rico, de desocupado. Pues bien; en la época actual, los idiomas son el instrumento de trabajo más importante para todas las profesiones.

Un escritor francés ha dicho: «el que habla dos lenguas tiene dos almas». Yo añadiré: y dos pares de manos. De modo que tiene doble probabilidad de ganar el pan que el que sólo conoce su idioma nativo. Ahora, lo que importa es no sólo conocer los idiomas extranjeros, sino hablarlos. Para esto, lo mejor es que los padres envíen a sus hijos un par de años al extranjero. Se me dirá que no todo el mundo puede costear semejantes excursiones.

Hay, sin embargo, un medio práctico para que las personas de pocos recursos proporcionen a sus hijos una estancia de dos o tres años en Francia, Inglaterra o Alemania. Consiste el procedimiento en publicar en algún periódico de gran circulación, francés, inglés o alemán, un anuncio así redactado: «Familia honorable admitirá uno o dos jóvenes (de tal nacionalidad) para aprender el idioma del país, a cambio de igual servicio». Tengan la seguridad de que no transcurrirá mucho tiempo sin que reciban ofertas. Es esta una combinación muy generalizada actualmente en el extranjero y que da magníficos resultados.

Otra circunstancia que debe reunir el joven luchando por la existencia, es el saber calcular con rapidez y de memoria. Es preciso tener siempre las diez cifras a disposición del cerebro.

 Dominio del oficio

Ya eligieron el oficio o profesión. No basta. Necesitan ahora conocerlo a fondo; este es el abecé del éxito. Créanme: el «casi» no sirve para nada… cuando se trata de negocios. Dominen en absoluto aquello que ejerzan. Si tienen empleados a sus órdenes, tiene que saber más que ellos; es el modo de hacerse respetar.

Un estudiante preguntaba a cierto capitalista neoyorquino, hombre zumbón y marrullero si los hay, si tenía «algún hueco» en sus oficinas. -- «¡Huecos! – dijo el interrogado --. Ninguno en los pisos bajos. Quizá encuentre usted lo que busca, dirigiéndose a los pisos superiores, donde reside el Consejo de administración.»

Eso es lo que ocurre en todas las profesiones: los operarios vulgares son legión; en cambio, hay escasez de maestros. Quien desee vivir, que escale en su oficio los pisos superiores de que hablaba el ladino capitalista.

Por eso, sigan siempre esta regla: «No emprendan jamás un asunto que les sea desconocido.» Nada se hace bien, cuando uno no sabe lo que se hace. En una calle de Londres recogieron una vez a cierto pobre diablo muerto de hambre. En el bolsillo llevaba un manuscrito que trataba sobre cómo pagar la deuda británica. Cada cual debe dedicarse a lo suyo. Los españoles tienen un proverbio de gran sabiduría práctica: «Zapatero, a tus zapatos»… Sigan el consejo.

Elegir el lugar apropiado


Supongamos que ya tienen un oficio bien elegido, y además, lo conocen de maravillas. Lo esencial ahora es hallar un «buen rincón», porque indudablemente los hay detestables, no a causa de su mala sombra, sino por motivos más razonables.

Un individuo se dedica a manejar una pensión o fonda. Sabe cuánto es necesario para proporcionar comodidades a 400 o 500 viajeros diarios. No es empresa fácil, al alcance de cualquier posadero vulgar. El citado individuo malogrará, no obstante, sus hermosas aptitudes si establece un hotel en un pueblo apartado, donde no lleguen cuatro forasteros por semana.

Hallándome en Londres, fui a ver la feria de Osborne. Seducido por las explicaciones de un saltimbanqui, penetré en su miserable barraca. Exhibíanse allí unas cuantas figuras de cera cuyo aspecto no podía ser más lastimoso. ¡Qué «galería de grandes hombres», cielo santo!

--«¿Qué quiere usted? –exclamó el dueño de la barraca, poniéndose serio. No pretenderá usted que por un penique se le enseñe el Museo Tusaud. Sin embargo, desde cierto punto de vista, mi colección de celebridades vale más que la de la señora Tussaud. Todos aquellos monigotes están copiados de fotografías o de estampas antiguas. En cambio, los míos son reproducciones ejecutadas con el original a la vista».

En aquel momento nos encontrábamos ante un Enrique VIII de Inglaterra, que parecía haber muerto tísico.
--«¿Tiene usted la seguridad – pregunté – de que este señor es realmente el buen esposo de Ana Bolena?
--Absoluta, caballero. Copiado del natural en Hampton, por orden de Su Majestad. Tengo la fecha a su disposición.»
No insistí por temor de que me exhibiese también la hora. A pesar de todo, me atreví a observar:
--Tengo idea que Enrique VIII era hombre de gran corpulencia, y, según veo, el que tenemos delante es casi diáfano.
-- ¡Quisiera yo verle a usted en este sitio! – concluyó el saltimbanqui, sin turbarse lo más mínimo.
No había nada de argüir, efectivamente, después de una contestación tan oportuna. Comprendí que aquel buscavidas no tenía pelo de tonto. Le dije mi nombre, añadiendo por vía de consejo:
-- «Conoce usted su oficio, pero ha elegido muy mal lugar para explotarlo.»

Me lo llevé a Estados Unidos. Hoy vale el antes miserable «trota-ferias», más de 20.000 duros. Es uno de los mejores agentes de publicidad que existen en Nueva York. Encontró el medio que necesitaban sus aptitudes.

Los Rothschild tienen por norma no instalarse jamás en un sitio que tiene reptación de «mala sombra». No porque ellos crean en semejantes supersticiones, sino porque la generalidad de las gentes creen.

A veces es necesario probar dos, tres o más sitios. No importa. Sean constantes, y sin entregarse a una movilidad exagerada que les dé fama de inquietos o de informales, busquen prudentemente hasta encontrar el «rinconcito» que convenga.

CONTINUARÁ…

Todo el secreto consiste en gastar menos de lo que se ingresa.
 


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