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Cuento

LAS OREJOTAS DE NATALITA

Por Robinson David Martínez
June 2009

Las orejas de Natalita eran extremadamente grandes y un poco peludas también. Para que los niños no se rieran demasiado de ella, el hermano mayor, Vico, se las motilaba, metiendo las tijeras cuidadosamente en el oído lo más que podía antes de cortar.

Vico nació sin ojos.  Estaban perpetuamente cerrados pero esto ayudó a que sus manos se abrieran.  Las orejas de Natalita también ayudaban. Sus aptitudes auditivas eran tan desarrolladas que podía escuchar la voz del corazón de toda la gente a su alrededor. 

Hermano y hermana vivían solos. Vico recuerda la voz de su padre pero Natalita estaba muy pequeña para recordar. Su padre murió en las minas de oro, cuando un túnel se derrumbó por la dinamita. Los mineros no fueron aplastados pero el oxígeno fue bloqueado.  La muerte les tocó serena y sin dolor.

Los hermanitos tenían un negocio peculiar.  Gente de muy lejos venía donde ellos para encontrar descanso de la vida, algo de luz, algo muy especial con lo cual estos dos niños estaban dotados. Había un brillo en los ojos de Natalita. Vico olía a mango. 

Una anciana los visitó.  Era bien religiosa—rezaba día y noche—tenía la piel suave, pocas arrugas pero muchas preocupaciones. 

“No puedo dormir.  Mi mente da vueltas y pienso en esa cantidad de gente que pierde su trabajo y todo lo que está pasando. Estoy muy preocupada”. 

Natalita escuchaba, sus orejas grandes parpadeaban cada vez que intuía algo nuevo sobre esta mujer.  La anciana miraba a Natalita con tanta esperanza, sus dedos esqueléticos temblaban mientras se sonaba la nariz. Natalita le devolvía la mirada.  “Eres tan hermosa”, dijo Natalita, pasándole su mano suavemente por la mejilla.  “¿Le puedo decir abuelita?”  El rostro de la mujer cambió completamente, como si fuera una señora diferente con una gran sonrisa.  “¡Pues claro que sí, m'ija!”

“Abuelita, tienes que dejar que tu cuerpo se refresque. Tenemos que encontrar un equilibrio entre el trabajo y el descanso. Tu espalda está susurrando y también tus pies”.

Vico contrajo todos sus músculos lentamente, alzó sus manos al aire, como si recibiera algo. Respiraba con intensa concentración serena. Colocó sus manos en los hombros de la anciana.  Las palmas de sus manos se sentían calientes en sus músculos viejos de piedra.  Los dedos de Vico cambiaron, se multiplicaron a cien dedos casi líquidos, cada uno de un color diferente. Se expandían y encogían.  En algunas partes de su espalda los dedos se sentían fríos, muy fríos, en otras áreas se sentían calientes y dolían y a la anciana le sudaba la frente.  En la parte lumbar de su espalda ella sentía ácido y electricidad.  En el centro de la espalda sentía que de los dedos de Vico salía la vibración de una voz volcánica, murmurando hacia dentro de su espina dorsal.

Estos cien dedos se transformaron en hilos delgados, tan delgados que podían entrar por los poros de la señora.  Las manos de Vico parecían una miríada de brillantes fibras largas multicolor conectándose en el cuerpo de la viejita.   Ella se veía tan feliz. Suspiró con alivio. Sus ojos se le pusieron pesados y Vico la ayudó a sentarse en el sofá.  La anciana se acostó y pronto estaba roncando. 

Los sábados iban al mercado. A veces los hermanitos caminaban tomados de la mano, a veces no. 

Natalita sintió en la médula de todos sus huesos a alguien corriendo como si se tratara de vida o muerte. Vico también lo sintió y Natalita apuntó sus orejas y se quedó quietica. Un niño vestido de blanco pasó corriendo. Estaba empapado de sudor y tenía algo empuñado en su mano que mantenía contra su pecho. Natalita vio la urgencia en su rostro. 

El niño dobló a la derecha en un callejón detrás del mercado. Natalita apretó la mano de Vico y salió corriendo, jalando a su hermano. Vico trató de detenerla porque sentía como el ácido congelado se le derretía entre su estómago y su pecho. 

El niño dobló a la izquierda, metiéndose por otro callejón.  Dos hombres comían papaya mientras hablaban casi a gritos.  El niño los pasó corriendo.  Dobló a la derecha hacia otro callejón que estaba lleno de gallinas que se alborotaron. Y el niño, por no pisar a una gallina, tropezó y se cayó tratando de salvar lo que tenía en la mano. Cuando su puño cayó al suelo, una luz se prendió adentro de su mano y luego se apagó.  El niño cayó fuerte en el pecho y sentía que se estaba ahogando sin poder respirar.  Se desmayó.

Natalita, corriendo con Vico de la mano, se arrodilló y puso sus orejas grandes en su espalda. Podía escuchar cosas que le habían ocurrido al niño en su pasado: un grito, ¡no! ¡No! ¡Noooo!  Espadas cortando carne humana.  Sintió el dolor de haber perdido su madre. 

“Por favor, Vico, ayúdalo”.

Vico no hizo nada. Vio imágenes de su hermanita como adulta haciendo el amor con ese niño. Se convertiría en un guerrero importante. Junto a él, Natalita siempre viviría en la clandestinidad. Vico se vio solo en una cabaña, curando gente sin su hermana. Se sintió solo. Le dio rabia. Quería protegerla. 

Natalita sintió el dolor del niño como si fuera el suyo propio. Le dolía profundamente, lloraba y le jalaba el brazo a Vico, suplicándole, “¡hermanito, él nos necesita, vamos!”

Vico puso sus manos en la espalda del niño. Su corazón palpitaba demasiado rápido. Vico sentía las paredes internas de sus ventrículos rompiéndose. El niño había corrido por horas y horas y pronto su aorta iba a explotar y sangrar internamente.   

Vico abrió los poros de sus manos y las puso en la espalda del niño y su propio corazón comenzó a palpitar bien rápido pero no tan rápido como el del niño. Vico respiraba lentamente.  Sentía impulsos eléctricos celestes en las puntas de sus dedos. 

El niño abrió los ojos y casi de un salto se sentó en la cama.  Cada fibra de su musculatura le dolía como nunca antes. Estaba cubierto de hierbas, greda y toallas húmedas que olían a menta.  Natalita entró al cuarto y al niño se le olvidó su susto al ver sus inmensas orejas. 

“¿No sabes que es mala educación quedarse mirando de esa manera?”

El niño recordó algo.  “¡Quién eres tu!”  Dio un tremendo grito. Los ojos de Natalita se aguaron un poco y dio dos pasos hacia atrás. Ella tuvo un recuerdo del futuro.  Sí, ella lo amaba.  Era él. 

“¿Quién eres? ¡Dímelo!”

Una punzada de dolor le pegó en el pecho por tanto esfuerzo al gritar.  Natalita lo miraba en silencio mientras escenas le relampagueaban en la frente y detrás de los ojos. Sentía miedo, su corazón palpitaba. Sentía muchas cosas. 

“Tienes que descansar”. 

El niño sintió un trueno de terror. Comenzó a sudar. 

“¿Dónde está?” Se paró y sus miembros, sus articulaciones y músculos estaban entumecidos, contraídos y adoloridos.  Se cayó al piso y sintió la sequedad de la greda seca en su piel. 

Natalita llamó a Vico y él lo ayudó a regresar a la cama. El niño se quedó mirando las ranuras de los ojos cerrados de Vico. De repente la melodía más angelical y asombrosa llenó el cuarto. Era un pájaro azul de luz, uno que jamás habían escuchado ni visto en sus vidas. Los vellos de los brazos  y el cuello de Natalita se estremecieron.  

No era un pájaro normal. Sus plumas eran de pura luz azul, eran chispas centellantes azules y al final de cada pluma había polvo dorado chispeante. El pájaro de luz azul dejaba un rastro dorado por donde volaba. Eran pequeñísimos pajaritos azules que salían volando en diferentes direcciones hasta que desaparecían.

“¡Está aquí!” 

Dijo el niño entusiasmado, sonriendo, siguiendo el vuelo del pájaro con sus ojos. 

A Natalita, Vico y el niño les surgió un inexplicable y poderoso sentimiento de esperanza.

 


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