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Testimonio

Diario de una maestra en el Bronx

Un año después

September 2008

Era el 2 de septiembre de 2007 y estaba en la línea cuatro yendo a Manhattan desde el Bronx. Era mi primer día de escuela como maestra de niño de siete a diez años de edad. Mis manos, en vez de agarrar las dos bolsas llenas de carpetas, cuadernos, textos y otros materiales escolares, servían mejor para tapar el riachuelo de lágrimas que estaba recorriendo mi cara. También había un río de pensamientos tan negativos como mis lágrimas. ¿Qué fuerza me convenció de que yo podría aguantar un año entero con un grupo de malcriados destinados a destruirme?

Al entrar al aula, el plantel formado por dominicanos y mexicanos pasó a informarme quién sabía leer, quién no, quién sabía escribir, quien no, quién hablaba inglés, quién no. Un estudiante llegó una hora tarde. Entró llorando. 

“Caramba”, pensé, “no era necesario que yo conociese a mi estudiante para hacerlo llorar. Mi buena reputación como maestra me antecedió”. Ya me sentía un fracaso y no había sido maestra ni por una hora. Intenté hablar con el estudiante llorón, pero me contestó un coro de voces que me decían: “Él no sabe leer. Él no sabe escribir”.

En el tren de regreso a casa me di cuenta que las lágrimas de los niños son contagiosas. Un coro de voces se burlaba de mí: “¡Ella no sabe enseñar! ¡Ella no sabe enseñar!”.

Aunque algunos estudiantes no sabían leer libros, todos los niños podían leer el texto de mi cara. Sabían qué significaba cuando la frente se arrugaba, cuando la maestra se sonrojaba. Lo que estaba escrito en mi cara era confusión, ansiedad y falta de experiencia. Si no puedo controlar mis propias emociones, ¿cómo voy a controlar a mis estudiantes?

Unos estudiantes ni siquiera se quedaban sentados por cinco minutos seguidos. Otros se creían participantes de la liga internacional de lucha libre y se peleaban por cualquier cosa en cualquier parte. La fila no era recta, sino un garabato ruidoso y descontrolado.

 
Mágicos deseos

Diez meses después, estoy partiendo una torta para festejar el fin del año escolar. Veo que no tengo que gritar, no tengo que recordarle a alguien que se tiene que sentar bien. No tengo que rogar que se porten bien. Veo que están sentados tranquilos, emanando cortesía con su cara y buena postura. Yo les enseñé que la buena postura evita el envejecimiento. Veo que ya son damas y caballeros listos para el cuarto grado.

¿Qué vacuna mágica les habré dado? ¿Cuándo dios bajó a la tierra y entró al aula? ¿Qué palabras divinas habló? ¿Qué brujería pasó? Ninguna brujería, ninguna intervención divina, ninguna magia fue necesaria para esta transformación. Pero hay magia en el hecho de creer que las cosas sí se pueden cambiar. Ningún libro, ningún consejero puede ayudar tanto como el deseo de hacer una diferencia, como importarse por la vida de un muchacho. Eran imposibles, eran desagradables, eran peleadores, pero eran míos igual. Y mis estudiantes no iban a ser un fracaso.    

Unas niñas se ofrecen a cortar la torta y otros se ofrecen a servir los refrescos mientras yo busco música para convertir el aula en boliche. Cuando uno recibe su pedazo de torta, su vecino mira la torta celestial, pero no con celos. Tampoco se queja sobre la gran injusticia de recibir su porción después de su compañero.

Después de comer los estudiantes me ayudan recoger la basura. Al formar la fila para la salida, miro a mis estudiantes. Parecen tan maduros. De sus ojos emana la luz del potencial. De cómo van a disfrutar del verano. Cuando les digo, era una sorpresa, que voy a ser su maestra el año que viene, gritan un hurra. Pero están pensando en la libertad que ofrece el verano y yo tampoco quiero pensar en el año que viene. Será otro comienzo, pero no como el del 2 de septiembre de 2007. 

Antes de salir, busco a la maestra que estuvo aquel primer día. Busco a los estudiantes agotadores también. No los encuentro.          

 

Eran imposibles, eran desagradables, eran peleadores, pero eran míos igual. Y mis estudiantes no iban a ser un fracaso.




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