add this print this page

La Voz de AnĂ¡huac

A 20 años del gran terremoto de la Ciudad de México

Un testimonio personal por Rafael Nava desde el D.F

Por Rafael Nava
September 2005

Eran las 7:19 de la mañana del jueves 19 de septiembre de 1985. Jueves, día laboral de la semana, sin nada especial que mencionar. Sin idea de la experiencia que íbamos a vivir los habitantes de la Ciudad de México.

Aunque yo ya me había despertado seguía acostado en la cama. Somnoliento, divagando, observando la escasa claridad del alba que anunciaba la salida del sol. A pesar de que mi cuarto todavía estaba bastante oscuro, ya se podían distinguir los muebles, las esquinas y los demás contornos de la recámara y sus objetos. Pensando en las próximas actividades del día que comenzaba, de pronto sentí un pequeño movimiento, ligero como un arrullo. Inmediatamente percibí que se trataba de un temblor de tierra que me llenó de sorpresa y algo de contento, ya que toda mi vida he disfrutado de pequeños temblores que lo hacen a uno sentirse cariñosamente mecido por la madre tierra. Recordemos que México es tierra de volcanes y temblores: como estar en alguno de los juegos mecánicos de las ferias populares.

 Así que me relajé y me dispuse a disfrutar de mi temblor cuando después de los iniciales leves movimientos, de pronto vino una violentísima sacudida que me tomó por sorpresa y me obligó a incorporarme en la cama. Súbitamente me llegó como un rayo la lucidez, la noción exacta de que lo que estaba pasando ya no era normal, de que el movimiento telúrico había ya sobrepasado los límites que lo hacían disfrutable y entonces se apoderó de mi el terror, el pánico, la locura, la terrible sensación de que eso no estaba bien, de que algo muy malo estaba ocurriendo.

Sentía como la cama se deslizaba arriba, abajo y a los lados en absurdas diagonales que no reconocían la horizontalidad de suelos y techos. Al mismo tiempo oía como paredes y techos crujían con innombrables rugidos como si la casa misma gritara de dolor ante las salvajes y despiadadas sacudidas de que era objeto inmisericordiosamente. Veía los ángulos de las esquinas del cuarto que ya no eran rectos sino que se abrían y cerraban en una danza grotesca como pelele de dislocados miembros ante el brutal empuje de fuerzas incalculables e incontroladas. Comenzaron a caer objetos al suelo, libros, figuras, adornos, cuadros. Pensé en mi familia, en mis padres y hermanos que dormían al lado, en el cuarto de junto. ¿Cómo estarían en este momento? ¿Estarían tan espantados como yo? Realmente creí que la casa no aguantaría tal fuerza y se derrumbaría toda de un momento a otro; y con sus tres niveles esto sería fatal.

Recordé lo que sabía sobre qué hacer en caso de sismo: no perder la calma, guarecerse bajo los marcos de las puertas u objetos grandes como escritorios, o bien salir a espacios abiertos como la calle o el jardín con ropa de calle, los documentos importantes, una linterna y la tarjeta de crédito. ¡Demonios! ¿Quién puede pensar en todas esas tonterías cuando está en juego la vida y se está en alerta máxima observando el techo o los muros para ver cuando caigan las primeras piedras y correr o esquivarlas?

Luego de esos tirones que me revolvieron todas mis vísceras hubo un breve momento de calma como contraste para después —como buen actor— arremeter una segunda vez con mayor furia aún. Con los terribles y despiadados jaloneos, la casa se cimbró toda hasta sus cimientos y supuse que este podía ser el fin de nuestro viaje por la tierra. Finalmente luego de largos, larguísimos minutos que parecían no terminar nunca, todo cesó, se restableció la calma y todos corrimos a ver si los demás estaban bien. En ese momento supe que nuestras cartas estaban echadas, que Dios tomaría las que quisiera y eliminaría las demás como bocetos que ya cumplieron su papel. Siempre es así y siempre ha sido así.

Entendí que lo único que nos queda es resignarnos y enfrentar nuestro destino con valor ante lo que nos llegue; aprender a distinguir lo que vale de lo que es pura soberbia, arrogancia o vanidad; ver a quien le toca bola blanca o bola negra en la ruleta de la vida, y finalmente comprender que debemos ayudarnos amorosamente los unos a los otros. Así como dijera el insigne Maestro de Nazareth, hace ya casi veinte siglos.

 

Nota: El terremoto de México de 1985 tuvo una intensidad de 8.6 grados en la escala de Richter, daño o destruyó más de 1200 edificios y dejó más de 30.000 muertos.

 

back to top

COPYRIGHT 2005
La Voz, Cultura y noticias hispanas del Valle de Hudson

 

Comments

Sorry, there are no comments at this time.