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Cuento

Los cassettes de Lucrecio González 26-30.

El hombre de la grabadora. Novela por entregas

Por Ricardo Enrique Murillo
September 2014

26. Carne embotada 

Aproveché uno de mis días de descanso para caminar a la marqueta con mi costal del ARMY al hombro. Fui temprano porque luego se hace tarde y me da flojera salir. La A&P es de esas tiendas que nunca cierran. Fui cuando todo mundo estaba dormido en la casa y grande fue mi sorpresa llegar a la marqueta y ver un cerro de carne embotada a un lado de la puerta. Eran latas grandes y rojas como las de salmón. Rápido llené el costal. Le cupieron 30. La dependienta contó 30 y creo que me decía que eran muchas, pero me hice el desentendido y me cobró las 30, como decía el anuncio. Tarde se me hacía para llegar a la casa y abrir la primera. Entré despacito para no despertarlos. Nomás se despierta uno y bajan todos a la carrera y acaban con la comida que encuentran y ni lavan los platos. Bajé la cacerola con cuidado, le puse un chorro de aceite y la prendí. Cuando vi que chisporroteaba y aventaba burbujas abrí el bote y le dejé caer los pedazos de carne y la salsa roja asegurándome de que la puerta de la cocina estaba cerrada porque mis paisanos tienen el olfato muy despierto. Tiré media docena de tortillas en la parrilla mientras seguía meneando la carne. De pronto oí un ruido, pero luego supe que eran los ronquidos de don Rigo y me dio gusto. Rápido les atravesé trozos de carne a las tortillas y los bañé con su salsa para no desperdiciar nada. Qué sabrosura. Más tardé en calentarlos que en comérmelos. Un mes estuve levantándome temprano y preguntándome ¿de modo que esto es el norte? Por las tardes, cuando iba a trabajar, Vicente Villa ponía en la mesita de la cocina el guisado que los empleados se comían a fuerzas. Come bistec a la mexicana, Lucrecio, me ofrecía. No, gracias. Me preguntó si estaba enamorado ¿o qué? Le dije que no. Al mes de la compra fui otra vez a la marqueta, pero no encontré el montón. Hace poco le pregunté al Capi si sabe dónde la venden a ese precio. Me preguntó cómo era la etiqueta. Me saqué de la bolsa la que le arranqué a la última lata. Se la enseñé. Esa es carne para perros, me dijo.  

 

27. Cinco dólares  

De que se llena la casa de apostadores, aparte de los que aquí viven, se arma la borrachera y no se diga el alboroto cuando ven llegar a las muchachas en el Cadillac. Esto da lugar a que cambie, de pronto, la jugada. Unos dicen ya no juego y tiran las barajas sobre la mesa, otros dicen yo le entro, otros préstame tanto y don Rigo nomás mirando. Don Rigo es el ayudante de don Jesús el de la talacha. Andele, señor, venga a jugar, le dicen, y él, con su sombrerito de Al Capone, les sonríe con esa sonrisa que quiere decir no, no me sonsaquen. Hace poco que llegó de Tamazula, pero ya sabe quién es quien y se ha dado cuenta de que cuando llegan las muchachas lo que aquí hace falta son cuartos. Entonces, como él tiene el suyo, aunque chiquito, ha decidido ponerlo a disposición de quien lo necesite, siempre que le paguen cinco dólares por adelantado. El se encarga de lavar las sábanas si se las ensucian, pero si por alguna razón se las vomitan o suceden cosas peores, la persona se compromete a pagar 10 y hasta 15 dólares, que es casi lo que cobra una muchacha de las bonitas. A veces corre el tiempo y se estancan las apuestas, porque nadie gana, y dicen que el que se está haciendo rico es don Rigo y él les dice que se está desvelando por su culpa, porque ellos dormirán sus horas y él tendrá que ir a la lavar las sábanas. 

 

28. El piano de Fascio

No sé lo que será jazz. En un español agringado Fascio dice que así se llama lo que toca los fines de semana cuando se llenan el comedor y la cantina de gente y la gente sigue viniendo. Seguro les gusta. ¿Verdad? Fascio es un hombre gordito, colorado, de poco pelo, siempre con traje y moño rojo y sombrero de gángster. Vive en un edificio del centro. No le gusta manejar. Seis días a la semana Tony, el mesero, lo trae y lo lleva en la camioneta del restaurante. El piano que toca Fascio es tan grande que cuando se le pasan las copas se agacha y nomás se le mira la cabeza brillosa, pero la gente lo ve como parte del show. Jazz. La gente en la casa donde vivo lo que escucha es música de Vicente Fernández. El otro día los vecinos llamaron a la policía porque Felipe Brizuela estaba toque y toque A medias de la noche a todo volumen. ¿Qué tal si nos lleva la migra por su culpa? La música de Fascio es tranquila. La pista de colores. Y la suerte que tiene el señor de que lo sigan. Luego que se va la gente, no es raro que una muchacha lo espere y que él le diga a Tony que esa noche no se irá en la camioneta porque tiene quien lo lleve. Siempre es una muchacha diferente. Me faltan dedos para contárselas.

 

29. La Angula 

A Raúl le dicen La Angula. Tiene ojos saltarines y bigotes de pescado. Es de los meseros viejos aunque es joven, creo que de Tampico. Hace rato, que estaba el comedor completamente vacío, entró a la cocina y se le quedó mirando a Totonaca con una mirada de becerro ahorcado. ¿Qué quieres, güey? Le preguntó Totonaca desde la cocina con una mirada de Mario Almada. A ti, mi rey, le dijo La Angula. No estés molestando y vete a trabajar. Dame un besito, le dijo La Angula. Una patada en el trasero es lo que te voy a dar, le respondió Totonaca.  Ay, gritó La Angula y a los demás cocineros les dio risa. De rato le dijo que si no le daba un beso al menos le diera de cenar para no morirse de hambre en la cocina de un restaurante. Muérete, le dijo Totonaca. La Angula se desapareció. Los cocineros casi se habían olvidado de él cuando regresó con una jarra de cerveza que mandó Martín, el barman. Entonces Totonaca le sirvió un plato del guisado de Vicente Villa. ¿Y el besito? Se quedó preguntando La Angula.

30. El mambo de la cocina

A las 12 de la noche no hay mucho qué hacer en el restaurante de un suburbio de gabachos y Candy sintoniza La Hora del Mambo en el 1240 de AM, como lo ha venido haciendo por años, según nos cuenta con una sonrisa. La patrona se fue temprano y los meseros y los busboys se juntan a platicar en la cocina y no falta quien pida un bistec con papas, una milanesa empanizada o unos camarones a la diabla. Luego llega Tomás, el veracruzano, con cara de enojado porque los últimos clientes no le dejaron propina, pero Candy le sube el volumen a la radio y Tomás comienza con sus retorcijones de Resortes cuando escucha el Mambo número 5. Candy se quita el mandil para salir al pasillo. El Múcaro deja la máquina de los platos. Don Chuy el de la talacha sube a ver qué ruido. Son todos los meseros, los busboys y los cocineros que andan bailando mambo y más mambo como si la cocina fuera una pista de baile y el locutor un maestro de ceremonias invisible.

[CONTINUARÁ]



 

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