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Opinión

La pesadilla de Darwin

¡Alebrijes, alebrijes!

Por Andrés González Fernández
October 2006
Como muestra de agradecimiento por haberlos alojado unos días antes de su vuelo a México D.F., una entonces feliz pareja de amigos míos me regalaron un alebrije. Según la wikipedia, el alebrije es una artesanía mexicana de reciente invención. Al parecer un tipo al borde de la muerte (no especifica de qué tipo, pero tampoco me apetecía seguir buscando por google) tuvo un sueño o una alucinación o todo a la vez en el que unos extraños bichejos le acompañaban a la conciencia mientras una voz gritaba de fondo “¡Alebrijes, alebrijes!”. Pleno de ocurrencia, decidió llamarles alebrijes.

Hechos de pasta de papel y pintados con colores chillones, los alebrijes suelen representar a un animal imaginario formado por supuestos elementos fisionómicos de distintos animales. En concreto el que me regalaron es una especie de dragoncito deforme con un cuerno en la nariz, ojos saltones, cuatro dientes torcidos, rabo, alas, cresta, pinzas y dos pies con uñas como mejillones. Acerca de la utilidad del mismo mi amiga sólo acertó a decirme que se comía las pesadillas y que, para su correcto funcionamiento, lo colocara cerca del cabecero de la cama. Yo nunca creí en ese tipo de estupideces. En realidad diría que nunca creí en nada.

En el colegio recibía clases de religión. Nos obligaban a rezar. Y yo odiaba las actividades en grupo. Mis padres, siempre tan progres, lograron que fuera el primer niño de la escuela en no ir a clases de religión, de paso contribuyendo a mi ya avanzado estado de discriminación entre los compañeros. No opuse mayor resistencia. No es que “no creyera”, es que “no me lo creía”. Que no colaba, vamos. Todo aquello de Dios Nuestro Creador Misericordioso... demasiadas mayúsculas. Al no haber ninguna asignatura opcional me pasaba el tiempo en el despacho de un profesor tan progre como mis padres dibujando extraterrestres (por los que tenía un auténtico interés etnológico) con rotuladores.

Al llegar el recreo algunos compañeros entre incrédulos, indignados y aburridos, trataban de rebatir mi involuntaria postura. En vano intentaba hacerles comprender que era idea de mis padres, que a mi me daba igual todo. “¿Pero cómo puedes vivir sin creer en Dios?” Nunca acabé de comprender esa pregunta, sospecho que por alguna cuestión gramatical que se me escapa. En un inocente pensamiento propio de mi tierna edad, les explicaba que para mi no podía tener una existencia válida nada que no hubiera sido previamente demostrado de forma científica. Pero esos pequeños monos mentirosos me decían que si, que los científicos ya habían “encontrado” a Dios. Yo me imaginaba a los científicos, con batas blancas y detectores de metales, buscando a Dios mientras paseaban entre las nubes. “¡Hey chicos, creo que ya lo encontré! ¡Mejor aún, es otro Rólex!”.

Pasados los años mi opinión no ha variado en gran medida. Somos animales que nacen, crecen, se reproducen en ocasiones y mueren siempre. “Volando voy / volando vengo / por el camino yo me entretengo” que cantaba Camarón. No he tenido el menor motivo para creer en la existencia independiente de dioses, espíritus o cualquier tipo de presencia supraterrenal. Sin duda existen, pero como constructos culturales (en general de carácter sonrojante) producto de la condición del hombre de “mamífero ingenioso” sumada al miedo que en él genera la consciencia de la propia muerte.

¿Se come las pesadillas?

Coloqué al alebrije sobre la mesilla de noche, justo al lado del cabecero de la cama. Llevaba una temporada algo inquieto, quizá sirviera de placebo o algo. Tampoco me apetecía acercarme a la farmacia a por más tranxiliums. La primera noche soñé que empezaba a arrancarme un pellejito del dedo índice. Quitando quitando me quedé sin dedo, sin mano, sin brazo y sin parte del pectoral izquierdo. Estaba empezando a ver mis vísceras palpitantes a través del enorme boquete cuando me desperté empapado en sudor.

La segunda noche mi padre era un vampiro con la cara de Ricky Martin. A pesar de tener el pecho atravesado por una descomunal flecha de metal oxidado que le disparé con una ballesta, continuaba intentando matarme. La tercera noche soñé que estaba tumbado en la cama. Una especie de enorme oca de color rosa pastel se paseaba por encima de mi pecho. Llevaba botas de cuero negro y tacón de aguja, una pamela grande como una sombrilla de playa y un bolso de Coco Chanel. Aquello había llegado demasiado lejos. Agarré al alebrije y lo metí en el altillo, junto con el balón de basket, mis textos del doctorado y el resto de cosas que por alguna razón no quiero ni ver ni tirar.

Pasado el tiempo se me ocurrió escribir un cuento basado en mi experiencia. Sería algo así como: “Cuando despertó, el alebrije todavía estaba allí”. Un amigo me dijo que eso ya estaba escrito, pero yo ya no sé qué creer.


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