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Ilustración realizada por el niño mexicano Gabriel E. Martínez Alcázar
Ilustración realizada por el niño mexicano Gabriel E. Martínez Alcázar

Cuento

La bestia Parte 2 y final

Parte 2 y final

Por Judith Martínez Ph.D.
November 2018
Mientras crecían las crías en el pueblo se supo poco de la Bestia. Algunos decían que se había rejuntado con otra vieja allá donde estaba, pero la vieja no lo creyó. Sabía que la Bestia era católico como todos en el pueblo, y por eso se quedaba tranquila. Sí regresó algunas veces, siempre sin avisar. Les caía de sorpresa. Todos lo atendían como rey porque imaginaban que venía cansado y sabían que el regreso al norte era siempre riesgoso. La Bestia se iba pronto para seguir en la cargada, no le fueran a quitar su chamba. No se quejaba, sólo cargaba y cargaba, doblaba turnos porque sabía que lo que lo hacía ser hombre era trabajar, así le había dicho su padre −que en paz descanse− y eso les decía él a sus hijos cuando los mandaba por agua al río o a darle de comer a las gallinas. A lo mejor tenía razón.
Por ahí de mediados de los noventas le llegó un seguro social y dicen que el gobierno americano le mandó los papeles para llevarse a su familia y trabajar legalmente, pero la Bestia los rompió. Dicen que a él le gustaba su pueblo y prefería que sus hijos se quedaran y crecieran ahí, con buenos principios, como buenos católicos, no en un país de perdición. Decía que el otro lado era un lugar de pecado y no quería a su prole allá.

Del trabajo no se cansó, pero por ahí dijeron que se peleó con su patrón. La Bestia no dijo nada, sólo regresó al pueblo. Compró sus diez vaquitas y siguió ordeñando como antes. Dos de sus hijos le ayudaban; al otro nunca le gustó el rancho, ni ayudar, ni ser hijo de la Bestia. Ése era diferente. El pueblo ya no era igual que antes de que la Bestia se fuera. La leche no se vendía. Ya todos preferían la de la tiendita, que ya venía lista y era más barata. Los quesos los vendía de rancho en rancho, pero ya tampoco le alcanzaba. Ya eran muchos. Los dos mayores mejor se fueron al norte, pero la cruzada ya no era igual que cuando la Bestia se fue. Ahora se escuchaban historias de los que nunca regresaban. Unos decían que era porque no querían mandar dinero o que se habían ido por ahí con otras familias; otros decían que lo de los abandonados en la cruzada era cierto, así le había pasado a un primo de ellos que nunca volvió.

Pero las crías ya eran hombres y tenían que buscar su camino como todos los demás de por allí. Uno ya ajustaba los 14 y el otro 13. Se fueron los dos. El pollero les explicó las reglas: si los agarraba la migra nadie debía decir quién era el pollero, esa era la primera, y la otra era entregarle todo su dinero para que se los cuidara. Pero la vieja les cosió una bolsita escondida en el elástico de la trusa y ahí guardaron una parte. Sí tuvieron suerte, dicen que porque le rezaron al padre Toribio. Si le rezabas a él, pasabas. Ese padre era el que ayudaba a los migrantes y lo andaban haciendo santo porque había hecho varios milagros. Se aparecía en dos o tres rancherías a la vez y ya lo habían comprobado. La vieja se los dio en una estampilla antes de salir. Así se cruzaron, por el cerro, pero sí pasaron.

Llegaron hasta Chicago. Allá la hacían de lavaplatos −lo de cargar reses no era lo suyo y ellos querían su propio destino, diferente al de la Bestia. Doblaban turnos y parecía que no se cansaban nunca: lavaban casi en automático. Vivían con otros familiares. Ahí ya estaban más primos y tíos y entre quince la renta era más barata. Dormían donde cupieran, sin camas, en el piso o en colchones que encontraban en los basureros. Mandaban casi todo a los viejos y a sus hermanas en el pueblo.

Con ese dinero la Bestia ya no tenía que entrarle a la ordeñaba. Dicen que se compró una troquita y que andaba de veterinario del pueblo, sabía inyectar y con eso la hacía. Casi no cobraba mucho, para ayudar a la gente. Les ayudaba a sacarle los becerritos a las vacas cuando no podían parir y de eso vivía. Ya eran menos. Y lo que sacaba era de él, para su vino. Ya las crías que estaban en el norte estaban a cargo de lo demás. Y sí que lo estaban. Sólo le quedaba un muchacho con él en el pueblo. A ese se lo llevaba a los partos de las vacas y a las peleas de gallos. Pero tampoco hablaba mucho. Éste se tardó más pero también se le fue, también de lavaplatos. Ya estaba más de edad. Tenía 16 y ya debía de ayudar a la casa, ya era tiempo. Dicen que la Bestia lloró, que se emborrachó por más días de lo que acostumbraba.

A ese último le tocó más dura la pasada, los coyotes llevaban droga, y los hicieron caminar en el desierto por ocho días.  Se les acabó el agua y la comida. Los coyotes los abandonaron a su suerte y nomás se llevaron a unas muchachas que iban en el grupo, dizque para salvarlas a ellas. El resto del grupo se puso a la orilla de la carretera para entregarse. “Mejor que nos avienten de regreso que morirnos de sed”, decían unos. Pero ni la migra pasaba. De unos ya ni se supo nada. La migra no llegó, pero por fin pasó una camioneta que los recogió. Eran de los mismos polleros que sí regresaron: casi un milagro. Los llevaron hasta Chicago, les dieron agua y hamburguesas. Pero no los dejaron bajarse en el camino, que para no arriesgarse. Algunos se intoxicaron por no poder ir al baño. Otros se orinaron en los pantalones y a los que se cagaron los bajaron en medio de la nada. Los coyotes traían droga y armas, y mejor nadie decía nada. 

Pero el muchacho tuvo suerte, sí llegó, llegó con sus hermanos, aunque tardó en recuperarse de la vejiga. Al principio se orinaba todas las noches o en el día. Pero casi se mejoró del todo con el tiempo. Aunque ahora le pasa de vez en cuando y se orina dormido. Para la familia del pueblo era mejor, ya había tres en el norte y les mandaban todo lo que podían. Esos fueron buenos tiempos. La casa del pueblo la remodeló la vieja, las hermanas podían estrenar en la fiesta del santo patrono y la Bestia hacía partos por gusto. Celebraba cada que podía en la cantina del pueblo con los amigos y las putas.

Todo iba bien hasta que los hijos en el norte se casaron. Se casaron sin nada, sin cama ni cobijas, pero se casaron. Y ahora ahí medio vivían. Tenían que mandar algo, pero ya no tanto. Empezaron a tener sus propias crías y sus viejas también querían sus cosas, eran necias. Los muchachos habían aprendido bien; trabajaban sin quejarse como buenos hombres. Tampoco hablaban mucho, el trabajo era primero. Pero ya no se podía mandar tanto, y sin papeles mejor ni quejarse. Así era en el norte. Con quién quejarse si ni se podía, ni hablaban inglés, ni hablaban. Mejor agradecían el trabajo y se callaban. Así aprendieron y así era la cosa. 

La Bestia ya no podía. Ya ni para el alcohol sacaba. Ni con la cosida de la vieja les alcanzaba. Mejor se volvió p’al norte, pero se llevó a todas sus viejas. Se fueron todos con una visa falsa. Se fueron todas, pasaron por la línea. Ahora todos trabajan, todos en el norte. La Bestia se llevó a todos al norte.

FIN

*Judith Martínez Ph.D. tiene un doctorado en literatura comparativa y estudios culturales, investigadora de temas de violencia, procesos de la migración forzada, modernización obligada, neoliberalismo, novelas narco, etc. Actualmente es profesora de la Universidad Estatal de Missouri en el Departamento de Lenguas Modernas y Clásicas, en Springfield, Missouri.


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