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Cuento

Los cassettes de Lucrecio González, el hombre de la grabadora 68-72.

Novela por entregas

Por Ricardo Enrique Murillo
August 2015
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68. Candy se va 

Pues que Candy se nos va. Más bien ya se nos fue. El lunes el patrón cerró el restaurante y mandó traer pizza para todos. De lo que se perdieron los meseros y los busboys que descansan los lunes, como el John, como el Johnny y como los hijos del Capi. Los únicos que no fallan son los integrantes del trío que no pararon de tocar ni Candy de llorar. Es que le tocaron Cruz de olvido y Las golondrinas y Te vas ángel mío, a la vez que el patrón le decía lo agradecido que estaba por el tiempo que trabajaron juntos desde que comenzaron en una cocinita donde la gente comía parada. Ella movía la cabeza para decir que era cierto. Y nosotros nomás de imaginarnos lo que decía nos poníamos nostálgicos. ¿Quién iba a pensar que, viniendo desde tan abajo, el patrón fuera a emplear a tanta gente? Nadie esperaba ver los anuncios de la televisión ni los cantantes que trajo a presentarse los fines de semana por temporadas. Fue una despedida muy bonita. Zulma aprovechó las distracciones para tomarnos fotos. Fotos brindando y abrazándola. Fotos con los músicos. Muchas fotos que de seguro Zulma va a poner en marcos a la entrada para que los clientes sepan que este es un restaurante con historia.

69. Fallece el Capi 

Ayer la fiesta de despedida de Candy y hoy nos levantamos con la noticia de que anoche murió el Capi. El sábado lo habían llevado al hospital en la ambulancia porque de pronto le dio pulmonía. Nada se pudo hacer. Murió sonriendo, dicen los hijos, porque así era El Capi. Se reía perdiera o ganara en la baraja. Le daba risa aunque le doliera algo o le preocuparan las borracheras del hijo grande. Risa y risa siempre. Hoy los muchachos están tristes. Todos los trabajadores del Tinajón estamos tristes. Ya nos dirán dónde lo van a velar y cuándo lo van a enterrar. Zulma dijo que los que gustemos podemos ir a acompañar a la familia a la funeraria o al camposanto. No nos paga el tiempo, pero podemos tomarlo libre y nos servirá de descanso. Además, yendo a cualquiera de los dos lugares nos aseguraremos de que el día que nos lleve la huesuda a nosotros los vivientes no nos dejan tan solos.

70. Adiós al Capi

A ver si sirve esta grabadora. Sí. Estamos en el camposanto de no sé qué suburbio y veo a todos los trabajadores del Tinajón alrededor de la sepultura del Capi. No se ve al patrón. Tampoco Zulma. Dicen que ellos fueron a velar el cuerpo anoche y le llevaron su corona de flores. Toda la gente anda vestida de negro. Los hijos y los amigos de sus hijos traen corbatas. Aquí están los amigos de la familia, los amigos de infancia del Capi y no podían faltar los yuqueros. Toda la gente que hizo fila para entrar al camposanto aquí sigue, esperando que el Padre le eche la última bendición. Enrique el ciego tuvo la bondad de traernos a mí y a Totonaca. Dice Totonaca que Enrique es buena bestia y es cierto. Dejó otros asuntos por traernos y aquí estamos. Los familiares se arriman a ver al Capi por la ventanita de la caja antes de que lo bajen a la sepultura. Algunos dicen algo de su vida. Cuentan algún recuerdo. Cada quien lo recuerda como quiere. El Padre dice que uno más antes de bajarlo. Nadie se anima. Al fin vemos a Felipe Brizuela acercarse. No dice nada. Sólo se saca una baraja de la bolsa y se la pone al Capi en las manos.

71. El calor

Este calor es de no aguantarse. Apenas se baña uno y ya está sudando otra vez. Tenemos abanicos en las ventanas para que jalen el aire de afuera y, de ese modo, se ventilen un poco los cuartos, pero lo que entra es un calor de horno que nos sofoca. De día la temperatura sube a los 100 y por la noche baja a los 90. Ya va para tres semanas que no hemos visto los 80. El problema es que el aire de abanico reseca la garganta, amanece uno ronco y con los ojos de bruja. En la mañana estaba quejándome de esto con el Múcaro y no supe por qué le dio risa. Dijo que él no tenía ese problema y le pregunté cuál era su secreto. Me dijo que él pone una bandeja de agua enfrente de su abanico para que sople aire fresco. Le dije que iba a calar el experimento. Le dio risa otra vez. Me pidió que no le diera el remedio a Juan Jarrison, porque se ha portado mal con él y espera que se rostice, como pollo, si no aquí, en el infierno. Oigo a Juan Jarrison aventando manotadas en su cama. Del Múcaro solo se escuchan los ronquidos. Son cerca de las tres de la mañana y, como no tengo bandeja, llené de agua la bacinilla que dejó en el pasillo don Rigo.

72. ¿Águila o sello?

Los sábados y los domingos llega un momento en que el trabajo se aplaca. Apagamos la máquina. Limpiamos todo. Comemos algo y el Múcaro sonríe y dice qué chin… nos arrimaron, paisa. Vemos en el reloj que falta una hora para salir y, de pronto, otra tanda de platos. Lo peor son las ollas que nos avientan los cocineros a las pilas todavía humeando de tan calientes. Son ollas grandes y gruesas a las que se les pegan las costras de comida quemada, como chapopote. No les entra la espátula. Hay que ponerlas a remojar buen rato para que se ablanden con el jabón, porque secas no se las saca uno ni a mentadas. Y ahí estamos el Múcaro y yo, renegando porque ya no saldremos a la hora que pensábamos y, como ya sabemos que a ninguno le gustan las ollas, sacamos una cora y la aventamos al aire y cantamos aguilita o sello a ver a quién le toca lavarlas y, mientras el perdedor las lava, el otro lava los platos y luego entre los dos lavamos la máquina y limpiamos la mesa y barremos y trapeamos el piso para que a los lavaplatos de la mañana no les dé chorro de coraje.

[CONTINUARÁ... ]

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