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Cuento

Los cassettes de Lucrecio González

El hombre de la grabadora (novela por entregas)

Por Ricardo Enrique Murillo
July 2014

Teléfono para Gumaro

Hace ratito la patrona le pasó una llamada a Gumaro. Gumaro es ayudante de cocina de Villa. Llamada para el amigo, gritó Villa en tono de boletero. Villa es el jefe cuando no está Gamaliel. Aquí estoy, dijo el amigo, limpiándose las manos en el mandil. Era el hijo mayor que lo llamaba de la frontera para decirle que en unas horas salía en el avión y que estaba ansioso por verlo en persona. Hablaron de Guerrero. Le dijo que todo se había quedado bien allá. La mamá. Los hermanos. La siembra. Las chivas. El pueblo. Todo en paz. Gumaro pidió hablar con el coyote para decirle que se lo encargaba mucho y que acá le pagaba la otra mitad del dinero, en cuanto llegaran. Luego le pidió al coyote que le pasara el teléfono al hijo otra vez. Pues nomás quería desearte buen viaje, hijo, le dijo, cuídate mucho de la migra y no se te ocurra bajarte antes, sonso.

Después de la función

Anoche estábamos echándonos unas heladas cuando, en la plática, y un poco borrachos, Juan Jarrison le dijo a Gumaro “cuñado”. Las hermanas de Gumaro están en Guerrero y nadie de aquí las conoce, pero Gumaro se enoja cuando se las mientan y eso a Jarrison le gusta y a cada rato le repitió la palabra, burlándose. Los que saben lo callado y lo bravo que es Gumaro le dijeron a Jarrison que se calmara, porque los de Guerrero son macheteros, pero él, siendo como es de atrabancado, no les hizo caso. Gumaro se puso más cenizo de lo que es y en un descuido le tira un manotazo a Jarrison. Era un gancho a las narices que si se lo pega se las deja más chatas de lo que las tiene. Seguro Jarrison no estaba muy tomado, porque alcanzó a mosqueárselo, y cuando se le echó encima Gumaro, más enojado todavía, Jarrison le metió la pata de lado y lo tumbó en el puro cemento y se le montó en la panza, como cuando cae el toro y hay que amarrarlo para que no se mueva. El peso de Jarrison y los puñetazos que le asentó en la cara le impidieron defenderse. No le pegues caído, le gritaba Villa, pero ya le había pegado y no lo dejaba levantarse. Como quiera, Gumaro se dio ánimo y en un descuido de Jarrison le dio una voltereta y muy enojado se le montó y le gritaba en la oreja ríndete, pinche Jarrison, te rides o te rompo tu madre. Aprovechando que se lo decía en la cara, Jarrison le tiró una morida y le agarró el cachete. Gumaro aullaba como perro adolorido y decía “ay, mi madre, mi madre, suéltame, desgraciado”. Suéltalo, güey, o llamamos a la policía, le dijo Villa, y lo soltó. Gumaro aventaba chorros de sangre. Nosotros limpiamos el piso a la carrera. Jarrison se salió a la calle antes de que llegara la policía. Pero ¿qué policía iba a llegar si nadie la llamó porque nadie tiene papeles? Anoche Jarrison durmió en la calle y Gumaro en el hospital. ¿Qué te hiciste? Le preguntó la enfermera al amigo. Me caí, le dijo él. Ella no se lo creyó. Por poco y lo investigan y nos mandan a todos a México, menos a Juan Jarrison. Todo por la palabra “cuñado”.

La Chicharra

La Chicharra tiene cuerpo de niño. Es flaco y güero hasta las pestañas. Anda más abajo que un peso pluma y no sé por qué no se lo ha llevado el aire. Dicen que es bueno para pelear, que sabe box y karate, pero yo sólo lo he visto asar carnes en la parrilla del restaurante. Llegó de San Miguel el Alto por los mismos días que volvió Felipe Brizuela de Guanajuato. Unos dicen que la Chicharra andaba en México, otros que estaba en la cárcel. ¿Quién sabe? No tardé en verlo apostándole dólares a la yuca. Y que préstame tanto que al cabo luego te pago. Y que préstame más. Risa y risa. Seguro también es bueno para el naipe, porque vi que le prestaban dinero sin ponerle ningún plazo. No me sorprendió lo bien que jugaba, sino lo mucho que bebía sin hacer ningún gesto. Y gritaba mucho. Se carcajeaba. Ruidoso a más no poder. Por algo le han de decir la Chicharra.

La Chicharra juguetona

La Chicharra se suelta haciendo piruetas en la cocina. El mandil le queda como vestido de monja. Avienta trompadas al aire y pregunta, riéndose, si alguien quiere darse un tiro con él. ¿Quiere que nos demos un entre, mi niño? Le pregunta a Totonaca. Totonaca lo mira como miran los hermanos Almada cuando andan enojados. Usted dice y manda y será bien servido. A cualquiera le dice mi niño y él es el que parece niño. Totonaca le dice que no le sirve ni para el arranque. A todos les da risa. Unos dicen que sí sabe karate. Otros que es un echador, porque en vez de practicar el karate lo que hace es beber, bebe tanto que no le importó faltar al trabajo el lunes, seguro porque sabe que nos corren a las tres faltas y él acaba de llegar.

Domingos de televisión

Los domingos son días que nadie quiere ir a trabajar. Ordenamos pizza y se sirven las jarras de cerveza mientras vemos el canal 26 en la televisioncita que nos prestó el patrón. No sé qué sería de nuestros domingos sin ver a don Bernardo Cárdenas, ese señor de sombrero, dueño de la Carnicería Cárdenas, que no se mide en presentarnos artistas de la talla de Esteban Velázquez, de Alva Molina, de José Manuel Figueroa, de Nacho Segura, de Efraín López Sacarías y de Palomo. Entre canción y canción, nos dice que ya llegó el cilantrito directamente desde México, cilantro floreado, fresquecito, de primera, para darles sabor a los frijolitos y a las enchiladas. Dicen que al decir cilantrito quiere decir marihuana y que eso la gente de la calaña de la Chicharra lo entiende muy bien. La Chicharra se defiende con una mirada de yo no fui. Luego viene otro anuncio de la Carnicería seguido de otra canción. Ya cuando se despide “el paisano” dice que aquí estamos y de aquí no nos vamos y si nos llevan, nos regresamos. Ojalá que fuera verdad.

 


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