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La recién bajada

Del Tercer Mundo al Primer Mundo y viceversa

Impresiones de una “recién bajada”

Por María Elena Alvarado
September 2005

En el Perú pertenezco a lo que podría llamarse la clase media alta. Es decir, vivo en un barrio residencial, tengo casa y auto propios, mi hijo va a escuela privada y cuento con ayuda doméstica seis días a la semana durante doce horas por día. Tengo una carrera y un trabajo estable, al igual que mi esposo.

Hace un mes que vivo en Red Hook, un pueblo que según tengo entendido está poblado de gente trabajadora y que, sin embargo, en sus signos de “clase” –como diríamos en el Perú— recuerdan a las clases acomodadas de Lima (y posiblemente de Sud América en general). Esto hace que para cualquier sudamericano sea difícil entender en un primer momento dónde vive. Las casas son bonitas y grandes, tienen jardines y varios autos estacionados por familia. Y cuando voy al supermercado veo que salen con los carritos llenos y gastan por vez un promedio de 100 dólares.

Aquí, en los Estados Unidos es muy fácil darse cuenta de quién es sudamericano, rasgos físicos, idioma, por supuesto, entre otros. Pero en el tercer mundo existen un sin número de factores que nos hacen a los latinoamericanos diferentes entre sí. Aquí, las diferencias raciales que atraviesan, por ejemplo a la población de mi país, pierden legibilidad y sentido por comparación. 

Todo este pequeño embrollo acerca de las diferencias cobra un sentido distinto desde los Estados Unidos, en tanto que la manera en que nos clasifican, nos adoptan o nos discriminan parece estar ligado a raza en conjunción con nacionalidad. Pero también en la manera en que desde Latinoamérica se percibe a los EE.UU., usualmente con deslumbramiento (excepto en cuestiones políticas, claro). La idea de Primer y Tercer mundo se desdibuja. Estoy comenzando a entender que yo en el Perú (en Lima, a decir verdad) vivo en el Primer Mundo. Ahora en Red Hook, aun así sea temporalmente en el marco de una beca de estudios de mi esposo, no estoy tan segura. Y esto en parte porque trasladarme al Primer Mundo ha significado, en alguna medida “desclasarme”.

A primera impresión diría que la gente, especialmente las mujeres madres de niños pequeños, se hubieran quedado atrapadas en el tiempo. También las personas mayores, aunque eso es coincidente con Lima. De hecho, una limeña se viste más parecido a una mujer de Manhattan que a una de Red Hook.

Vivir en Red Hook me hace reconsiderar los conceptos de Primer Mundo/Tercer Mundo, especialmente fuera de los marcadores puramente económicos, que diesen la impresión de coherencia, sea en el progreso o el subdesarrollo. Me pregunto cuán alertas están sus habitantes a lo que pasa en el mundo (llámese moda, cultura general, noticias, política internacional), si es que los comparase con un habitante promedio de Lima —de los llamados “pueblos jóvenes” de Lima que albergan el 80% de la población, en gran número migrante de los Andes: los que se conocen como recién bajados. Además la tragedia caída sobre Nueva Orleáns da cuenta del Tercer Mundo al interior de este Primer Mundo.

En los pueblos jóvenes del Perú, los chicos y chicas “rapean” o bailan “reaggetón” (perreo), se visten de “Nike” o “Ecko Red” (en las “reinterpretaciones” locales), “chatean” por la web y viven con 100 dólares al mes aproximadamente. ¿Ese es el tercer mundo?

Hoy en Red Hook me siento un poco apartada de la civilización, entendida ésta como vorágine cultural y hambre de conocimiento e interacción (incluso al punto del hastío). Siento que la gente necesita conectarse (aunque tal vez solo soy yo). Quizás a falta de espacios de interacción como las cabinas de Internet en mi país (que hacen que el Perú tenga los índices de conectividad más altos de la región y que no sólo ofrecen el espacio virtual del “chat”, sino son en sí mismas lugares de encuentro), los “yard sales” norteamericanos sean una salida de la necesidad de encuentro social y no sólo de consumo anónimo (a diferencia de los homogéneos “shopping malls”). Van más allá del ahorro, (si pienso en esa gente con autos BMW rebuscando entre objetos de cincuenta centavos) y ofrecen algo más que chucherías, si pienso en la dimensión ritual que parecen tener, reconociendo rostros en una suerte de “peregrinación” dominical. Y lo digo porque yo misma lo hago ahora, tal vez por aburrimiento, tal vez por curiosidad, aunque quién sabe si lo hago de puro recién bajada.  


 

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