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Sabor a ti

Por Valeria Sorín
July 2013
A comienzos de los años 90’, una intelectual argentina, Beatriz Sarlo, como parte de su trabajo en la crítica cultural definió a los no lugares como aquellos espacios que las personas transitan de la misma forma en una ciudad o en otra. Los no lugares son, entonces, aquellos que no tienen marcas locales, un lugar que no le es propio a nadie.

Tal vez recuerden la película La Terminal, en la que Tom Hanks interpreta a un turista que llega a Nueva York con la intención de que un antológico músico de blues le firme un autógrafo para completar la colección de su padre. Pero al haber caído su país en una guerra civil, la vieja nación ya no existe y en el aeropuerto le niegan el ingreso. Queda así en un limbo legal y en un espacio indeterminado: viviendo en el aeropuerto, sin poder irse de un espacio al que no pudo llegar.

A un aeropuerto lo conocemos aunque no hayamos estado nunca en él. Un espacio que podría ser de cualquier país, o de ninguno. Donde todos están de paso. El aeropuerto es aquel donde compramos perfumes y maquillajes de marcas multinacionales, comemos hamburguesas con el mismo sabor y bebemos bebidas cola, ese aeropuerto es el no lugar más transitado. Puede ser Barajas, Ezeiza, JFK. Da igual. Ni el idioma parece ser determinante, al fin y al cabo en todos ellos se habla inglés y credit card.

Podríamos hacer idéntico recorrido en los shoppingsmalls o centros comerciales, esos palacios del consumo que replican las mismas marcas, con las mismas propuestas estéticas y los mismos modelos, en San Pablo y en Tokio.

¿Existe un no lugar en la lengua?

El diablo mete la cola y la televisión producida desde Miami crea un nuevo idioma: el castellano neutro. Permítanme que explique por qué creo que ese castellano es un no lugar.

Los editores solemos encontrarnos con un problema reiteradamente. ¿Cómo llamar sin palabras locales a la cosa que se hace con papel, caña, hilo y cola (barrilete, papagayo, cometa)? ¿Se puede definir unívocamente para cualquier hablante del castellano el producto de calentar en aceite los granos de maíz (palomitas, pochoclo, pororó)? El castellano neutro puede, y lo hace recurriendo a unificar y criar a nuestros niños sin identidad definida.

-Tiro el papel en el bote de basura.

-No, hija, tacho, tachito de basura decimos acá.

Adoro el sonido de la ch.

¿Tan grande es la diferencia entre la nevera, el frigo y la heladera? ¿Tanto nos cuesta entendernos que debemos caer en esa lengua que ninguna madre usa para hacer dormir a sus niños? Las palabras más queridas y las más usadas se gastan rápido. Así se vuelven irregulares, se llenan de sinónimos y de versiones familiares. Extirpar los regionalismos es quitar el núcleo amoroso de la comunicación.

La escritora María Teresa Andruetto decía en una entrevista que la tonada (el canto con el que se habla en una zona el castellano) lleva el rastro de la lengua del pueblo originario que habitaba ese lugar. Bailan las palabras en Venezuela, se arrastran algunas otras en Chile, se dejan llevar en México. Pero los presentadores son entrenados para dejar atrás estas marcas sonoras. Por suerte, no todos lo logran.

Llegar a más

Habrá quienes sostengan que un lenguaje neutro, sin localismos, permite llegar a más personas, hacer un texto posible de ser sentido por todos los hablantes del castellano nativos y de acceso más simple de para quienes lo tienen como una segunda lengua.

Pero lo universal es diferente de lo inubicable. Lo que hace que leamos un poema y nos conmueva aunque lo que allí se diga esté en las antípodas de nuestra realidad, no está en las palabras. O sí, pero de otra forma. Ya lo dijo Tolstoi: pinta tu aldea y pintarás el mundo.

En lo personal, me gusta que la literatura tenga sabor a ti… y a ti, y a vos, y a ti.




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